lunes, 17 de diciembre de 2007

La colección y el fetiche (I)

No escapa al visitante de un museo que los objetos allí guardados son venerados de alguna manera. El celo con que son cuidados y exhibidos recuerda ciertos impulsos primitivos de atesorar o poseer objetos valiosos. El valor de estos objetos en muchos casos trasciende la lógica común y pasan de ser admirados, a ser venerados. Esto ocurre de manera particular en los museos de historia, donde las piezas se transforman en fragmentos de personajes idealizados por el colectivo: son, en cierto modo, fetichizados.

El coleccionar forma parte de una conducta social innata: es el impulso primitivo de acopiar objetos, reunidos bajo alguna característica común, lo que les da la categoría de serie. Hay colecciones de muñecas o estampillas, otras están organizadas por criterios más estrictos aún: por ejemplo, tazas de café que tengan reproducciones de vacas blancas y negras. ¿Qué es lo que decide que una persona coleccione tal o cual cosa? Es algo difícil de deducir, pues lo que nos motiva a iniciar una colección muchas veces se aloja en el inconsciente. Algunos coleccionan joyas, otros cajas, perfumes, osos de peluche o carros antiguos. Tal vez es difícil discernir la razón de la elección del tipo de objeto, pero no es imposible llegar al por qué último: es el deseo de poseer algo que los demás no tienen y, mientras más completa esté nuestra colección, más incompleta estará la de los demás. Por tanto, criterios similares rigen de igual manera a un gran coleccionista de arte y a un niño que completa un álbum de barajitas: poseer la totalidad de una serie de objetos que, por alguna razón, los fascina.

Para Abraham Moles “...el papel fundamental del objeto es resolver o modificar una situación mediante un acto en que se le utilice (raíz de las palabras utensilio y útil). Este aparece –y es ya un primer sentido– como mediador entre el hombre y el mundo”. (Moles, p. 15). Así la función inicial de cualquier objeto (bien sea una silla victoriana, un pájaro disecado o una pintura de un artista abstracto) es la de ser utilizada como conexión del hombre con su entorno. La silla, aunque respondiendo a los cánones estéticos de su tiempo, fue realizada para que sus propietarios se sentaran, el pájaro al haber sido disecado perdió su autonomía como ser vivo y se transformó en un objeto de estudio de la vida natural, y la pintura sirvió para que el autor se expresara (y, por tanto, se relacionara con su entorno) y para que la persona que la viera encontrara en ella placer o displacer estético. Todos los objetos tienen, antes que nada, una función que les es intrínseca.

Este sentido universal se trastoca cuando a la pintura del artista abstracto se le une otra del mismo artista, o de otro pintor relacionado con él, por tendencia o cualquier otra afinidad plástica; la obra de arte siempre se remitirá a su fin inicial, pero al formar parte de un conjunto, su valor intrínseco cambia. Igual ocurre con la silla si, cien años después se reúne el juego de comedor entero su valor cambia y además, por razones de conservación la silla no deberá usarse más para sentarse. Si a ese pájaro disecado se le unen otros ejemplares de la vida silvestre recolectados en la misma zona geográfica, la lectura será otra. Pasamos de un uso individual que genera algún tipo de placer, al disfrute de un conjunto que produce otro tipo de emociones y de conocimiento.

“Nada convincente, averiguable, permite decir que un cúmulo, un depósito de cosas, llamado tesoro, sea un agregado homogéneo de cosas. Lo propio de un tesoro es sobre todo su amplitud. Es ella quien le proporciona su brillo, su meraviglia, el halo que parece unificar los objetos amontonados y oscurecer su origen real. Que conozcamos la historia de aquellas cosas, su pedigrí, al artesano que las ha producido, no cambia nada. La cosa exhibida como elemento del tesoro escapa a su origen, sea cual sea. El tesoro es un despliegue de cosas fetichizadas, llenando una habitación, un lugar, una cripta donde se opera la alquimia de la fetichización.” (Guidieri, p. 35)






El museo moderno se origina en el gabinete de curiosidades, los tesoros reales y los eclesiásticos. Muchas de estas colecciones primarias solían nutrirse de los botines de guerra, las dádivas, el mecenazgo y de los inicios del mercado del arte. Esos depósitos magníficos formados desde la edad media por la iglesia, y desde el renacimiento por los reyes y las familias de alcurnia, proliferaron en Europa y dieron los rasgos iniciales del museo actual: atesoraron colecciones de magnitudes difíciles de entender. Agruparon las obras de los más grandes artistas y las sacralizaron.

Es difícil contemplar realmente a La Gioconda, de Leonardo: cientos de personas la miran, pero ¿acaso alguien la observa realmente, detalla las sutilezas del esfumato, la lucidez del paisaje al fondo, el juego delicado de las luces en su rostro? No, la mayoría de las personas trata de descubrir qué es lo que tiene de enigmático su sonrisa, si sus ojos realmente persiguen al visitante o si de verdad es un autorretrato femenino de Leonardo; o peor aún, si guarda alguna de las claves de cierto best-seller. Se quedan en las anécdotas, en la superficie que envuelve al mito, en los millones de dólares en que ha sido valorada, en los cientos de años de antigüedad y en lo grandioso del nombre de su autor... Se pierden lo mejor, porque obras como esas, verdaderas vedettes de los grandes museos, han sido transformadas en fetiches (en objetos venerados) y su uso ha sido trastocado: de ser una pintura realizada para el goce estético, ha pasado a ser objeto de un extraño culto, que a veces trasciende las salas del museo, pues es posible encontrar a la señora de la enigmática sonrisa en franelas, tazas, paraguas y afiches. Leonardo jamás se hubiera podido imaginar el éxito mediático de su obra. Ni qué decir del aura de la obra original que menciona André Malraux. Pero ese tema merece ser revisado posteriormente, por separado, y aquí basta centrarse en la fetichización de algunas obras maestras.

El fetichismo en las llamadas culturas primitivas se relaciona con la veneración de objetos afines a las creencias religiosas de la cultura en cuestión. Sin embargo, si la atención se centra en el mundo occidental, en el que imperan los medios de comunicación masiva, es posible concluir que con tal despliegue informativo ciertas imágenes se fetichizan aunque no tengan contenido religioso. Es, si se quiere, una forma de “idolatría agnóstica”. Una contradicción per se. Esta idolatría se encuentra en diversos niveles, incluso hay quienes le asignan distintos status sociales. Lo relacionan con la formación cultural y la educación. Piensan que los artistas pop son para la masa y los clásicos para la élite, regla que no siempre es cierta y tiene muchas excepciones. Y se vuelve así al problema de la colección, ya que su relación con el status tiene una larga data, pues tradicionalmente han sido coleccionistas los reyes, el alto clero y las familias más poderosas. Sin embargo, muchas de estas colecciones después de la Revolución Francesa se hicieron públicas y, en teoría, están al alcance de personas de cualquier clase social. Mención aparte merecerán después los coleccionistas privados que surgieron a finales del XIX y principios del XX. Los museos descubrieron, a mediados del siglo XX, que su principal misión era complementar la educación formal y que en función de ello debían poner sus colecciones.

Actualmente, el museo moderno lucha con el fetiche que él mismo creó. No logra desacralizar los objetos que contiene, en muchos casos por las mismas normas que las instituciones establecen en función de la conservación de sus tesoros. Hay que recordar que siguen siendo considerados tesoros pues representan un fragmento representativo del pasado o del presente; estos fragmentos son estudiados, revisados y documentados por el personal del museo: tal vez otra manera de idolatrar, esta vez, intelectual y científicamente.




Las colecciones, por tanto, representan piezas perdidas del pasado, o fragmentos aleatorios del presente. Rara vez muestran un fenómeno con todas las aristas, pues en ese caso se estaría en presencia de la colección perfecta: un cúmulo de objetos imposible al que no faltaría ni sobraría nada. La regla es que no sea así, afortunadamente, pues lo que hace a una colección viva es el continuo cuestionar y reflexionar sobre lo que se requiere para mejorarla. Su propia imperfección le otorga sentido. Y nunca está completa, pues siempre habrá alguien que señale un integrante inadecuado dentro del cuerpo de la colección, o que avise sobre faltas inadmisibles dentro de la misma.

Lo realmente interesante es apreciar las colecciones como organismos vivos, que crecen con defectos y virtudes, que muestran un fragmento del pasado o del presente, para que sea posible hilvanar el resto. De allí, que hayan diversas interpretaciones de un mismo fenómeno manifiesto en el tesoro mismo, y que sea posible enriquecer un mismo hecho con diversos puntos de vista en diversos momentos históricos. Por esta razón siempre es posible revisar los objetos fetichizados por el público y por otros investigadores. Se puede cuestionar tal idolatría o, incluso, se pueden estudiar estos mitos como fenómenos que responden a un momento determinado.



GUIDERI, Remo. 1992. El museo y sus fetiches, colección Metrópolis, Editorial Tecnos, Madrid; 110 pp.
MOLES, Abraham. 1975. Teoría de los objetos, colección Comunicación Visual, Editorial Gustavo Gili, Barcelona; 191 pp.

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