jueves, 8 de marzo de 2007

Puentes colgantes

La sexualidad humana ocupa un ámbito bipolar, regido por lo animal y lo racional, en un equilibrio tal que es la naturaleza y sus necesidades la que decide, en muchos casos, hacia donde se inclina la balanza.

Aunque el principal requerimiento de la naturaleza es que los seres que la componen se reproduzcan, en el caso del hombre, cuando de sexo se trata, el instinto no impera necesariamente sobre la razón, antes tienen la palabra los sentidos. La sexualidad se contrapone a la sensualidad, una no existe sin la otra y, sin embargo, son dos conceptos diferentes que se complementan. La sensualidad llega de manera profunda y contundente al alma del hombre, la sexualidad se regodea en el animal complacido, en la naturaleza satisfecha: es una garantía de la efectiva reproducción de la especie.

Así, cuando la sensualidad se acerca al alma y le susurra palabras al oído, el espíritu se exalta. La espiritualidad se contrapone de esta manera a la naturaleza. Son pares opuestos complementarios separados por un abismo, pero unidos por un frágil puente colgante, que es el hombre mismo. Tal puente permite que el ser humano transcurra sus días, inocente de la fragilidad de su condición. A veces el puente se quiebra, y el hombre queda colgando de un lado o del otro: a merced de la naturaleza o del espíritu.

La locura, el desvarío, el sin razón, o como quiera que se le llame, es un puente roto y puede ser que el hombre cuelgue de uno de sus lados, o que esta situación varíe de un día a otro, de una crisis a otra. Es la comunicación del interior del ser que cuelga con su entorno, o la lucha entre su Apolo y su Dionisios, lo que decide de qué lado colgará el día de hoy.

Una obra como Cinco figuras, de Armando Reverón, revela fragmentos de puentes rotos en el alma del artista. Son iluminados fogonazos que hablan de una lucha encarnizada entre Apolo y Dionisios, pelea que pierde Apolo, aún antes de empezar. El Dios de la razón conoce sus desventajas en la lucha expresada en la obra, pues el artista cuelga del barranco del espíritu mirando con ansiedad el otro lado: la naturaleza, la sexualidad animal.

La razón, y Apolo con ella, no tienen cartas en la mano para este juego. Las cuatro mujeres no son tales, son tigres en reposo. Antes que mujeres son hembras que, provocativamente, esconden el sexo con abanicos, o lo cubren coquetamente con las piernas.

Una mujer acaricia los cabellos de otra, sin dejar de mirar al espectador (o al artista). Esta actitud recuerda los juegos de las niñas en las que, mutuamente, se peinan y maquillan, iniciando entre ellas el juego de la seducción. Esta escena también recuerda las imágenes de los harenes, pues se aprecia un círculo de cuatro mujeres cómplices y prisioneras junto a una quinta figura, de la que no se puede determinar el sexo. Reposan en una estancia cerrada, de la cual sólo se aprecia una reja en la ventana del fondo, suerte de cárcel en la que la consciencia encierra al desatado inconsciente.

Las historias de los harenes han llegado hasta nosotros rodeadas de halos de misterio y fantasía. Podemos dar gracias por ello a Sherezade y a las grandes extensiones de agua que nos han separado de la realidad de las mujeres en el medio oriente. Como quiera que sea, el sueño del harén ha sido acariciado por todo hombre por lo menos en una ocasión. Es la máxima aspiración de su lado dionisíaco, aunque Apolo lo tenga bajo su yugo. Reverón, a falta de un harén real, se construyó uno propio, imaginario y posible.

Estas mujeres plasmadas por Reverón juegan como las niñas, pero con la malicia de las mujeres que han perdido la inocencia. Quizás era la forma en que Reverón veía a las muñecas: como tales eran ingenuas, pero por su condición femenina tenían el alma descompuesta.

Para Reverón la mujer era un ser maldito, al cual se encontraba unido por los más duales y firmes lazos: amor y odio, eros y tánatos. No podía vivir sin ellas, pero en el fondo las repudiaba. Quizás una infancia con una madre etérea e inconstante, y un posible amor incestuoso por una prima casi-hermana, contaminaron su visión de la mujer.

Así, las cuatro figuras femeninas parecen apacibles, casi indefensas. Pero cuelgan en un espacio sin lógica, como seres fantasmales. Quizás la quinta figura es el propio Reverón, o tal vez es otra figura femenina. Sin embrago, la imagen sugiere al artista presente, rodeado de su harén. Parece llevar en sus manos los implementos para pintar y observa la imagen, quizás en un espejo. Tal vez no es así y su iluminada imaginación lo transportó al frente de la escena, o lo metió dentro de ella.

Dentro o fuera de la pintura el artista desata los colores sobre el lienzo. Son colores tenues, similares a los de la tela. Ésta es muy texturizada, con una trama rica de gran relieve. En ciertas zonas el fondo se oscurece y las formas humanas surgen de la tela, como apariciones. En primer plano destaca el marrón oscuro y el color gris con discretos toques de verde, éstos se encargan de propiciar el suelo sobre el que las figuras reposan. Los pigmentos oscuros se condensan del lado derecho de la obra, entre la figura que reposa con el abanico y el margen derecho de la pintura. En esta área, al igual que en el margen izquierdo, el artista olvida la sutileza con la que ha tratado las figuras y se vuelca agresivamente sobre la tela con el uso de los tonos oscuros. Los colores no son violentos, son casi tiernos. La agresividad la aporta el pincel.

Colores amables, símbolo de lo amoroso y lo maternal. El pincel, de manera violenta ataca la tela, la viola, y en ese acto no dibuja líneas, sino que pinta manchas. Lo femenino y lo masculino se conjugan en la paleta del artista, y se proyectan sobre un tercer elemento que pone en armonía a dos fuerzas opuestas. En ese momento es la tela la encargada de ejercer la función de balanza.

Colores y pincel, masculino y femenino, son los representantes de Dionisios en el mundo reveroniano. La mano del artista, dirigida por su alucinada visión del entorno, proyecta la voz del Dios toro, hijo de Sémele.

El lienzo, físico y estable en su gran dimensión (163 x 228 cm.), recibe pincel y colores sin desfallecer ante tal impulso animal. Es la encarnación del Dios pastor, hijo de Latona.

La presencia de Dionisios late en la obra. El lienzo, derrotado, lo sostiene y engrandece, con una actitud digna de un buen perdedor.

Reverón, su locura y sus muñecas son tan sólo circunstancias. Hechos fortuitos con los que tropezaron dos colosos en pugna, que no pueden resolver sus diferencias, pero que tampoco pueden prescindir el uno del otro: el color del pincel, la tela de la pintura, el amor del odio, eros de tánatos… y Reverón de las mujeres.