miércoles, 26 de diciembre de 2007

El 5 de julio de 1811, de Juan Lovera. Análisis iconográfico e iconológico (1)

El análisis de una obra de arte por medio del método iconológico propuesto por Erwin Panofsky es, aunque complicado y exigente, un procedimiento que permite estudiar la obra más allá de lo formal, considerándola como un conjunto de signos y síntomas del artista y su tiempo.

Este método se estructura en tres niveles: la descripción preiconográfica, en la cual se describe formalmente la obra, sin tratar el tema; el análisis iconográfico, el cual se encarga del asunto, al estudiar las imágenes, la historia y las alegorías; y finalmente, la interpretación iconológica, la cual estudia los valores simbólicos en la obra como signos culturales de un momento histórico.

El presente ensayo (dividido en sucesivas entradas del blog) propone un análisis iconográfico de la pintura El 5 de julio de 1811, de Juan Lovera, artista nacido en Caracas, Venezuela, a finales de 1700 y que vivió durante el siglo XIX. Para llevar a cabo el análisis de la obra se revisan primero sus datos técnicos, la vida del artista, se realiza un análisis plástico-formal de la pintura, para luego iniciar el análisis iconográfico-iconológico.

Es propicio acotar que este método fue concebido para ser aplicado a obras europeas, religiosas, alegóricas o históricas. Por tanto, aplicarlo en el caso de la Venezuela del siglo XIX no es fácil, y hay que recurrir a estudios sobre el traje colonial, al escenario original y a documentos determinados para realizar el estudio. Se debe señalar también que el artista identificó la autoría, la fecha de elaboración, el tema, así como los nombres de los retratados, lo cual facilita en gran medida la investigación.

Las principales fuentes revisadas son de segunda mano, partiendo de historiadores que, como Carlos Duarte, se han dedicado a estudiar el período colonial y sus artistas. La fuente más cercana a los hechos, además de la obra misma, es el Acta de la Independencia transcrita, copia del original extraviado que se realizó un mes después de la firma.

Ficha técnica de la obra a analizar
Juan Lovera
El 5 de julio de 1811, 1838
Técnica: óleo sobre tela
Firmado en la esquina inferior derecha de la escena: “J. Lovera”.
Medidas: 0,975 x 1,38 cm.
Colección Concejo Municipal del Distrito Federal, Caracas.


miércoles, 19 de diciembre de 2007

La colección y el fetiche (3)


La colección del Museo Bolivariano (Caracas), entre 1912 y 1913


Al revisar la Gaceta de los Museos Nacionales, publicada en Caracas por el danés Christian Witzke entre 1912 y 1914, se encuentra un amplio inventario de objetos que pertenecían para la época al Museo Bolivariano (entonces llamado Boliviano). Este listado permite acercarse (con la conciencia de la distancia temporal) a lo que fue el Museo en aquel momento.

La colección de objetos del Libertador que posee el actual Museo Bolivariano tiene diversos orígenes y ha recorrido un complicado camino hasta nuestros días. Si bien se formó a finales del siglo XIX, es a principios del XX cuando se organiza, amplía y consolida. Juan Vicente Gómez aprovecha el ideal bolivariano –como muchos gobernantes han hecho– para adornar su propia imagen con los matices del prócer. Rescata los objetos icónicos del Libertador asignando un lugar apropiado para su exhibición; por lo que Gómez llegó a ser llamado por la prensa de la época, fundador y protector del Museo Boliviano.

Muchos de los objetos fueron legados por Antonio Guzmán Blanco, quien los recibió de su padre, Antonio Leocadio Guzmán, que a su vez los recibió directamente de Simón Bolívar o de sus allegados. En otros casos fueron parientes o conocidos del Libertador quienes entregaron las piezas para ser integradas a la sección de Historia Patria del antiguo Museo Nacional (*). Con el paso del tiempo se integraron objetos que pertenecieron a parientes de Bolívar y a otros próceres de la independencia.

Este origen tan diverso no impidió que para 1912 la colección tuviera objetos de gran valor. Muchos de ellos estaban acompañados por cartas originales de hasta dos generaciones de anteriores propietarios que garantizaban la autenticidad de la pieza. Lo que hacía que el Museo no sólo poseyera objetos de valor, sino también documentos que tenían un interesante valor histórico. También se encuentra un cúmulo de otras piezas que no aparenta tener mayor interés para el estudio del Libertador y su época: cierta cantidad de coronas, medallas y otras piezas conmemorativas de fechas patrias, que fueron realizadas entre 1911 y 1914. Sin embargo, estos objetos sin aparente valor para el estudio de la época del Libertador pueden dar indicios sobre la visión que del Libertador se tenía en tiempos de Juan Vicente Gómez.

En el inventario se encuentran numerosos trajes de Bolívar o de familiares cercanos, con descripciones tan precisas como la siguiente:

“56.- Una camisa de día.- Es de batista blanca de lino, con cuello y puños fijos.Está marcada con una ‘B’ bordada con hilo de algodón encarnado.Mide 85 centímetros de largo, 55 centímetros las mangas, el cuello 38 centímetros y los puños 16 centímetros.Es la camisa que le dio el Libertador al señor Don Antonio Leocadio Guzmán el primero de enero de 1827, en Puerto Cabello. Como herencia de su padre pasó a manos del General Antonio Guzmán Blanco y éste la donó al Museo Nacional, como consta por la carta original, que bajo el número 92, figura en este catálogo” (Catálogo, p. 66).

Además hay otras prendas de vestir como medias, ponchos, pantalones, chalecos, pañuelos y chaquetas. Lo interesante es que no sólo son del Libertador, sino que ocasionalmente se encuentran prendas de familiares cercanos a él y de otros próceres, como Juan Bautista Arismendi.

En el inventario también aparecen objetos del hogar: platos, cubiertos soperas, mosquiteros y objetos similares. Llama la atención en el inventario la cama del General Arismendi y de Luisa Cáceres, lo peculiar quizás sea la importancia que se le dio a este objeto en la exposición inaugural de 1911, pues incluso apareció reseñado con relevancia en la prensa de la época (El Universal, 25 de junio de 1911 y El Luchador, 3 de agosto de 1991), en estos artículo se comenta que, en la planta baja del Museo Boliviano se encontraba esta cama junto al catafalco en que fueron colocados los restos de José Antonio Páez. Le dan tanta importancia a un objeto como al otro y pareciera que subrayan entre líneas la importancia del “tálamo nupcial”; lleva a reflexionar: ¿por qué el objeto que representa a esta pareja mítica es una cama matrimonial y no otro? Hay una relación estrecha entre lo considerado sagrado y privado en una pareja y su lecho, tal conexión puede establecerse con este matrimonio que, según la leyenda unió su amor de pareja a la lucha por la independencia. Tal vez Luisa Cáceres y el General Arismendi no podían estar mejor representados en la exposición de 1911.

Hay en el inventario una serie de objetos entregados por Antonio Leocadio Guzmán, que fueron obsequiados por la señora Benigna Palacios (sobrina del Libertador), junto a una carta de la misma señora en donde los autentifica. Estos objetos son un mechón de pelo, un trozo del plomo de la urna donde estuvo el cadáver de Bolívar, unas lozas que lo cubrieron, medallas, banderas y cintas entre otras piezas. Resalta un párrafo escrito por Antonio Leocadio Guzmán: “El cordón es el mismo pedazo qe, yo tenía entre mis manos, tirando el carro funerario, a la entrada de sus venerables cenizas, qe tengo la íntima convicción de haber yo traido a su patria, pr mis constantes y felices esfuerzos” (Catálogo, p. 66). La prosa de Guzmán recuerda el afán de dejar para la posteridad constancia de los grandes hechos realizados por él, lo que ayuda a entender la manera de proceder de los políticos del siglo XIX, así como su retórica, no muy distinta de los del presente.

Se encuentra un objeto que llama la atención por haber sido extraído del cuerpo del Libertador durante su autopsia. Fue reseñado con cierto sensacionalismo en uno de los artículos de prensa mencionados: “...en un lujoso cuadro contemplamos la concreción fosfático calcárea que fue hallada en el pulmón del Libertador por su médico Doctor Reverend, al hacerle la autopsia...” (El Luchador, p. 19). Además, en la Gaceta de los Museos Nacionales (N° 6, 24 de diciembre de 1912), son reproducidos el testamento del Libertador (pp. 172- 174) y el informe de la autopsia que el Doctor Reverend realizó a Simón Bolívar (pp. 182- 184), documentos ambos pertenecientes al Museo.

Hay en la causa de muerte de los héroes un deseo de abordar el tema de múltiples maneras, pues en el fondo la intención es humanizarlo y sentir que el héroe fue tan común y cercano a la muerte como el sujeto que lo admira. Si el héroe sacrifica su vida por otros, hay un extraño consuelo al recordar que este personaje era tan humano como los que observan los vestigios de su muerte y los restos de su vida terrenal (sus zapatos, su mechón de pelo y hasta un elemento extraído de su cuerpo durante la autopsia).

En el inventario también se encuentran joyas compuestas por piedras preciosas y otros artefactos de valor como la espada del Perú, la medalla de Ayacucho, la de Bomboná y el famoso Sol del Perú, joyas todas que en conjunto recuerdan el lado brillante y glorioso del Libertador. Tal vez significaron más para sus admiradores presentes que para el mismo Simón Bolívar, quien durante sus años de gloria vivió sin hogar fijo.

No es difícil extrapolar la imagen mitificada de Bolívar que proyectan estos objetos, con los hombres de finales de siglo XIX y principios del XX que organizaron el inventario comentado. De allí a concluir que la memoria histórica es relativa hay sólo un paso. Los objetos históricos son vehículos de imágenes heroicas formadas en el inconsciente y alimentadas con la visión deformada, casi folklórica de la historia: es la historia sin memoria, la que se apoya en el anecdotario del héroe y no en su esencia fundamental. Y la anécdota alimenta al fetiche, y lo transforma en un monstruo que engulle el valor patrimonial del objeto.

La imagen del Libertador ha sido alucinante para los intelectuales cercanos a los diversos gobiernos venezolanos, desde que José Antonio Páez organizó la apología de este héroe. Se ha venerado, idolatrado y muchas veces, su imagen ha sido usada (y abusada) políticamente. Lo lamentable es que la mayoría de las veces ha sido mal utilizada: no se ha hecho con la conciencia de la temporalidad histórica. Los hombres de principios de siglo que organizaron el Museo Boliviano no fueron la excepción: anecdotizaron a Bolívar por medio de los objetos y, a través de su exhibición, continuaron con el culto fetichista del personaje.

Mucho se ha comentado recientemente que Bolívar es un personaje de su tiempo, que como genio y héroe debe ser valorado en su momento histórico. Esto es algo que no se debe olvidar al momento de visitar los museos de historia que lo representan y es algo sobre lo que deberían reflexionar los actuales directivos de los museos de historia venezolanos: pasar de la anécdota al contenido histórico, del aura del personaje mítico a su humanidad. Tal vez así sería posible alejarse del fetiche para poder ver el objeto, y darle un lugar justo al valor patrimonial del mismo.


(*) El Museo Nacional había sido creado por Antonio Guzmán Blanco en 1874, en principio sólo para exhibir objetos relacionados con la historia natural y la etnografía histórica. Adolf Ernst es designado Director del Museo y sugiere que se recolecten objetos y ofrendas del Libertador, para incluir una sección de Historia Patria


Referencias
“Catálogo”, en Gaceta de los Museos Nacionales, Tomo II, N° 4,5 y 6, Caracas, 24 de diciembre de 1913
“El Museo”, en El Luchador, 3 de agosto de 1911, reproducido en Gaceta de los Museos Nacionales, Tomo I, N° 1, Caracas, 24 de julio de 1912
El Universal, 25 de junio de 1911 , reproducido en Gaceta de los Museos Nacionales, Tomo I, N° 1, Caracas, 24 de julio de 1912

martes, 18 de diciembre de 2007

La colección y el fetiche (2)



El fetiche histórico vs. el objeto con valor histórico

Un objeto es un “...elemento del mundo exterior, fabricado por el hombre y que éste puede coger o manipular” (Moles, p. 32). Pero, ¿qué es un objeto con valor histórico? Se puede realizar una aproximación a este concepto, al señalar objetos producidos en el pasado, que por diversos motivos y de distinta manera (en muchos casos, gracias a la casualidad) sobreviven hasta el presente, y que pueden ser útiles para comprender procesos de históricos. De allí que se les asigne una valoración histórica, y que puedan considerarse documentos del pasado pues, de alguna manera, permiten describirlo y conocerlo, aunque sea de manera fragmentaria.

Cuando un botón de camisa pasa de ser un simple botón a ser un objeto guardado con celo por algún coleccionista, o más aún, a ser exhibido en un museo, no sólo ha ocurrido un obvio cambio de uso, sino que también ocurre un cambio en el valor intrínseco del objeto. La medida de este cambio de valor y la visión del curador (o conceptualizador de la exposición) que lo exhibe es lo que puede transformar al objeto de una interesante referencia histórica o muestra de un fenómeno cultural, en un fetiche colocado en una vitrina para ser admirado por los visitantes.
Es usual que la historia sea narrada por documentos. No sólo por documentos escritos en papel, sino también por los escritos en pergamino, en piedra o en materiales tan diversos como la madera, el lienzo o el metal. Esos materiales llevan a estudiar, además de las palabras dejadas por la mano del hombre, otra serie de señales o rastros que, interpretados por los arqueólogos, antropólogos e historiadores, proporcionan gran cantidad de información. Objetos como puntas de lanza, fragmentos de cerámica, piedras talladas, pinturas o construcciones antiguas, representan testimonios directos del pasado. El acercamiento a estos objetos debe partir de su función inicial, del por qué fue realizado:


“A toda forma de pensamiento o de actividad humanas no se le puede hacer preguntas acerca de su naturaleza u origen antes de haber identificado y analizado los fenómenos, y de haber descubierto en qué medida las relaciones que los unen bastan para explicarlos. Es imposible discutir sobre un objeto, reconstruir la historia que le dio nacimiento, sin saber primeramente lo que él es; dicho de otra manera, sin haber agotado el inventario de sus determinaciones internas...” (Levi Strauss, p. 13)


Por eso, para estudiar un objeto hay que revisar su historia particular. Cuál era su función, para qué fue realizado y, en lo posible, por quién fue realizado y para quién. Es determinante la relación del objeto con el sujeto que le dio un sentido: si hablamos de un botón interesa saber a quién perteneció, en qué país y en qué momento fue utilizado; después se puede revisar la historia del objeto hasta el presente (a quién fue legado, por cuántas manos pasó y en qué estado se encuentra actualmente). El itinerario de estas piezas no siempre va acompañado por documentos o testimonios que garanticen su autenticidad, por lo que a veces hay que recurrir a pinturas, fotografías o alguna imagen de la época que lo sitúe en contexto; también es posible comparar la pieza con otras que sí están documentadas.

Este trabajo de filigrana, en el que se deben atar los cabos con precisión, no es en vano. La descripción del objeto, por insignificante que éste sea, junto con el estudio exhaustivo de su soporte documental y la comparación con otras piezas de la época, puede ayudar a vislumbrar las costumbres de cierto momento histórico y permite vislumbrar una parte de la vida de algún personaje del pasado. También puede ser útil para describir procesos, al reflejar fracciones de los mismos. Una buena colección de piezas aparentemente cotidianas, organizadas en una exhibición adecuada pueden permitir visualizar aspectos culturales o sociales de cierto momento histórico.

Los objetos que ayudan a describir estos procesos pueden ser consumibles o no, y pueden haber sido realizados o no para la inmortalidad. Moles señala la diferencia entre ambos tipos de objetos, partiendo del uso cotidiano y del testimonial:

"...De ahora en adelante nos interesaremos principalmente por los objetos con pretensiones de durabilidad, sobre todo porque en ellos es más evidente la resistencia del objeto frente al sujeto (Gegenstände). El objeto consumible no ofrece al espíritu esa opacidad fenoménica, ese aspecto de estabilidad, de material de construcción del entorno que ofrecen la mesa, el teléfono o el transistor...” (Moles, p. 30)

Así, los objetos cotidianos del pasado tienen mucho que decir. Además tienen algo en su favor: no fueron realizados para dejar una imagen de la realidad manipulada para la posteridad. Son fuentes no testimoniales capaces de dar mucha información imparcial si son investigados adecuadamente.

Muchas de las colecciones de los museos de historia están formadas por objetos de uso cotidiano: muebles, piezas de ropa, correspondencia rutinaria, utensilios personales o del hogar. Hablan de la historia menuda, diaria, de cómo se vestían las personas de la época en cuestión, de qué elementos utilizaban a diario. Estas piezas, en muchos casos conservadas por el azar, ofrecen un vuelo rasante por aspectos del pasado que son difíciles de entender sólo con los documentos escritos, las cartas o, incluso las imágenes bidimensionales (pinturas, dibujos o fotografías) o tridimensionales (esculturas). Es muy diferente estar en presencia del objeto, verlo en su totalidad, cosa que no siempre puede hacerse con una representación visual o con una descripción escrita. Éstas pueden ayudar a inferir sus funciones, o posibilidades de uso, y a comprender su entorno, pero sin el objeto frente al investigador la información estará incompleta y será parcializada.


Hay otro tipo de objeto de interés histórico cuyo origen es muy distinto de los objetos de uso cotidiano. Es la pieza conmemorativa, testimonial, destinada a dejar una buena imagen del pasado: estelas o arcos del triunfo, coronas, medallas, botones de servicio y otras piezas similares. En este caso no son testigos imparciales de los hechos pasados, por el contrario, ensalzan a los hechos y a sus protagonistas y denigran a los derrotados. Aunque no sean objetivos, por lo general tienen un gran valor: mencionan fechas, sucesos y nombres; además la magnificencia del objeto y sus entretelones documentales (cartas, artículos de prensa, etc.) pueden hablar de lo apreciado (o no) que era el homenajeado en su momento.

Estos objetos con valor histórico, testimoniales o no, son revisados por los investigadores fuera del contexto original y, en algunos casos no se tiene mucho conocimiento de dicho contexto. Así, hay que reconocer que la sala de un museo de historia, con sus vitrinas, pedestales y pasillos no es el entorno natural de estas piezas. Es un entorno nuevo, que le quita a las piezas parte del valor intrínseco original y les añade otro: una silla no es más para sentarse, sino para observarla porque perteneció o se sentó en ella determinado personaje; un botón no entrará más nunca en un ojal, pues ya no servirá para vestirse; o una medalla conmemorativa no estará en el pecho de ningún general, sino en la vitrina de una sala de exhibición: pasará de ser un aspecto a admirar en el general, a ser admirada por ella misma.

Es allí donde los objetos con valor histórico ubicados en un museo pueden transformarse en fetiches. Entonces, las botas del Libertador dejan de ser una interesante muestra del calzado del período de la independencia, capaces no sólo de mostrar el material y el diseño con que se manufacturaba el calzado en la época, sino también de evidenciar el tamaño del pie de Simón Bolívar o lo gastado del calzado; incluso el diseño de un objeto de uso tan personal como éste, puede mostrar rasgos sutiles sobre la personalidad del que fue su dueño. Y no suele ser así, pues todos esos detalles se dejan de lado para que el visitante del museo se quede embelesado con el aura (como diría Walter Benjamin) del zapato: es el zapato de Bolívar y esa es razón suficiente para admirarlo. ¿Qué importa revisar el calzado que representaron en las pinturas sobre la época maestros posteriores o contemporáneos a Bolívar? ¿Qué interés puede tener comparar las visiones que en diferentes períodos de la historia se ha tenido sobre la vestimenta de campaña de nuestros próceres? Si se está ante los zapatos del Libertador, no hay nada más que expresar sino asombro. Así se transforma un objeto cotidiano, con una inmensa riqueza intrínseca, en un objeto de culto, disminuido ante la anécdota.


LÉVI STRAUSS, Claude. 1976. Elogio de la antropología, Ediciones Caldén, Buenos Aires, 107 pp.
MOLES, Abraham. 1975. Teoría de los objetos, colección Comunicación Visual, Editorial Gustavo Gili, Barcelona; 191 pp.

lunes, 17 de diciembre de 2007

La colección y el fetiche (I)

No escapa al visitante de un museo que los objetos allí guardados son venerados de alguna manera. El celo con que son cuidados y exhibidos recuerda ciertos impulsos primitivos de atesorar o poseer objetos valiosos. El valor de estos objetos en muchos casos trasciende la lógica común y pasan de ser admirados, a ser venerados. Esto ocurre de manera particular en los museos de historia, donde las piezas se transforman en fragmentos de personajes idealizados por el colectivo: son, en cierto modo, fetichizados.

El coleccionar forma parte de una conducta social innata: es el impulso primitivo de acopiar objetos, reunidos bajo alguna característica común, lo que les da la categoría de serie. Hay colecciones de muñecas o estampillas, otras están organizadas por criterios más estrictos aún: por ejemplo, tazas de café que tengan reproducciones de vacas blancas y negras. ¿Qué es lo que decide que una persona coleccione tal o cual cosa? Es algo difícil de deducir, pues lo que nos motiva a iniciar una colección muchas veces se aloja en el inconsciente. Algunos coleccionan joyas, otros cajas, perfumes, osos de peluche o carros antiguos. Tal vez es difícil discernir la razón de la elección del tipo de objeto, pero no es imposible llegar al por qué último: es el deseo de poseer algo que los demás no tienen y, mientras más completa esté nuestra colección, más incompleta estará la de los demás. Por tanto, criterios similares rigen de igual manera a un gran coleccionista de arte y a un niño que completa un álbum de barajitas: poseer la totalidad de una serie de objetos que, por alguna razón, los fascina.

Para Abraham Moles “...el papel fundamental del objeto es resolver o modificar una situación mediante un acto en que se le utilice (raíz de las palabras utensilio y útil). Este aparece –y es ya un primer sentido– como mediador entre el hombre y el mundo”. (Moles, p. 15). Así la función inicial de cualquier objeto (bien sea una silla victoriana, un pájaro disecado o una pintura de un artista abstracto) es la de ser utilizada como conexión del hombre con su entorno. La silla, aunque respondiendo a los cánones estéticos de su tiempo, fue realizada para que sus propietarios se sentaran, el pájaro al haber sido disecado perdió su autonomía como ser vivo y se transformó en un objeto de estudio de la vida natural, y la pintura sirvió para que el autor se expresara (y, por tanto, se relacionara con su entorno) y para que la persona que la viera encontrara en ella placer o displacer estético. Todos los objetos tienen, antes que nada, una función que les es intrínseca.

Este sentido universal se trastoca cuando a la pintura del artista abstracto se le une otra del mismo artista, o de otro pintor relacionado con él, por tendencia o cualquier otra afinidad plástica; la obra de arte siempre se remitirá a su fin inicial, pero al formar parte de un conjunto, su valor intrínseco cambia. Igual ocurre con la silla si, cien años después se reúne el juego de comedor entero su valor cambia y además, por razones de conservación la silla no deberá usarse más para sentarse. Si a ese pájaro disecado se le unen otros ejemplares de la vida silvestre recolectados en la misma zona geográfica, la lectura será otra. Pasamos de un uso individual que genera algún tipo de placer, al disfrute de un conjunto que produce otro tipo de emociones y de conocimiento.

“Nada convincente, averiguable, permite decir que un cúmulo, un depósito de cosas, llamado tesoro, sea un agregado homogéneo de cosas. Lo propio de un tesoro es sobre todo su amplitud. Es ella quien le proporciona su brillo, su meraviglia, el halo que parece unificar los objetos amontonados y oscurecer su origen real. Que conozcamos la historia de aquellas cosas, su pedigrí, al artesano que las ha producido, no cambia nada. La cosa exhibida como elemento del tesoro escapa a su origen, sea cual sea. El tesoro es un despliegue de cosas fetichizadas, llenando una habitación, un lugar, una cripta donde se opera la alquimia de la fetichización.” (Guidieri, p. 35)






El museo moderno se origina en el gabinete de curiosidades, los tesoros reales y los eclesiásticos. Muchas de estas colecciones primarias solían nutrirse de los botines de guerra, las dádivas, el mecenazgo y de los inicios del mercado del arte. Esos depósitos magníficos formados desde la edad media por la iglesia, y desde el renacimiento por los reyes y las familias de alcurnia, proliferaron en Europa y dieron los rasgos iniciales del museo actual: atesoraron colecciones de magnitudes difíciles de entender. Agruparon las obras de los más grandes artistas y las sacralizaron.

Es difícil contemplar realmente a La Gioconda, de Leonardo: cientos de personas la miran, pero ¿acaso alguien la observa realmente, detalla las sutilezas del esfumato, la lucidez del paisaje al fondo, el juego delicado de las luces en su rostro? No, la mayoría de las personas trata de descubrir qué es lo que tiene de enigmático su sonrisa, si sus ojos realmente persiguen al visitante o si de verdad es un autorretrato femenino de Leonardo; o peor aún, si guarda alguna de las claves de cierto best-seller. Se quedan en las anécdotas, en la superficie que envuelve al mito, en los millones de dólares en que ha sido valorada, en los cientos de años de antigüedad y en lo grandioso del nombre de su autor... Se pierden lo mejor, porque obras como esas, verdaderas vedettes de los grandes museos, han sido transformadas en fetiches (en objetos venerados) y su uso ha sido trastocado: de ser una pintura realizada para el goce estético, ha pasado a ser objeto de un extraño culto, que a veces trasciende las salas del museo, pues es posible encontrar a la señora de la enigmática sonrisa en franelas, tazas, paraguas y afiches. Leonardo jamás se hubiera podido imaginar el éxito mediático de su obra. Ni qué decir del aura de la obra original que menciona André Malraux. Pero ese tema merece ser revisado posteriormente, por separado, y aquí basta centrarse en la fetichización de algunas obras maestras.

El fetichismo en las llamadas culturas primitivas se relaciona con la veneración de objetos afines a las creencias religiosas de la cultura en cuestión. Sin embargo, si la atención se centra en el mundo occidental, en el que imperan los medios de comunicación masiva, es posible concluir que con tal despliegue informativo ciertas imágenes se fetichizan aunque no tengan contenido religioso. Es, si se quiere, una forma de “idolatría agnóstica”. Una contradicción per se. Esta idolatría se encuentra en diversos niveles, incluso hay quienes le asignan distintos status sociales. Lo relacionan con la formación cultural y la educación. Piensan que los artistas pop son para la masa y los clásicos para la élite, regla que no siempre es cierta y tiene muchas excepciones. Y se vuelve así al problema de la colección, ya que su relación con el status tiene una larga data, pues tradicionalmente han sido coleccionistas los reyes, el alto clero y las familias más poderosas. Sin embargo, muchas de estas colecciones después de la Revolución Francesa se hicieron públicas y, en teoría, están al alcance de personas de cualquier clase social. Mención aparte merecerán después los coleccionistas privados que surgieron a finales del XIX y principios del XX. Los museos descubrieron, a mediados del siglo XX, que su principal misión era complementar la educación formal y que en función de ello debían poner sus colecciones.

Actualmente, el museo moderno lucha con el fetiche que él mismo creó. No logra desacralizar los objetos que contiene, en muchos casos por las mismas normas que las instituciones establecen en función de la conservación de sus tesoros. Hay que recordar que siguen siendo considerados tesoros pues representan un fragmento representativo del pasado o del presente; estos fragmentos son estudiados, revisados y documentados por el personal del museo: tal vez otra manera de idolatrar, esta vez, intelectual y científicamente.




Las colecciones, por tanto, representan piezas perdidas del pasado, o fragmentos aleatorios del presente. Rara vez muestran un fenómeno con todas las aristas, pues en ese caso se estaría en presencia de la colección perfecta: un cúmulo de objetos imposible al que no faltaría ni sobraría nada. La regla es que no sea así, afortunadamente, pues lo que hace a una colección viva es el continuo cuestionar y reflexionar sobre lo que se requiere para mejorarla. Su propia imperfección le otorga sentido. Y nunca está completa, pues siempre habrá alguien que señale un integrante inadecuado dentro del cuerpo de la colección, o que avise sobre faltas inadmisibles dentro de la misma.

Lo realmente interesante es apreciar las colecciones como organismos vivos, que crecen con defectos y virtudes, que muestran un fragmento del pasado o del presente, para que sea posible hilvanar el resto. De allí, que hayan diversas interpretaciones de un mismo fenómeno manifiesto en el tesoro mismo, y que sea posible enriquecer un mismo hecho con diversos puntos de vista en diversos momentos históricos. Por esta razón siempre es posible revisar los objetos fetichizados por el público y por otros investigadores. Se puede cuestionar tal idolatría o, incluso, se pueden estudiar estos mitos como fenómenos que responden a un momento determinado.



GUIDERI, Remo. 1992. El museo y sus fetiches, colección Metrópolis, Editorial Tecnos, Madrid; 110 pp.
MOLES, Abraham. 1975. Teoría de los objetos, colección Comunicación Visual, Editorial Gustavo Gili, Barcelona; 191 pp.

jueves, 13 de diciembre de 2007

De fiesta, en Caraballeda

si vas pa’ Caraballeda
de seguro gozarás
bailando frente a la iglesia
los tambores de San Juan
(canción popular)
















Armando Reverón. Fiesta en Caraballeda, 1924

Una fiesta se desarrolla en una plaza, la de Caraballeda. La Iglesia, custodiada por su principal icono, vigila el desenvolvimiento de la misma. Lo hace con cierto recelo pues en la fiesta se bailan tambores, costumbre pagana heredada de antepasados de otras tierras. La atmósfera ligera y casi vaporosa de la pintura permite que el sudor pierda su materia esencial y se diluya, sin dejar rastro. El sonido de los tambores también se eleva y desaparece, la imagen no emite resonancia alguna, sólo los colores son los ejecutantes del baile.

La pintura evoca la dualidad de los ritos religiosos enriquecidos por costumbres ajenas a ellos mismos: de un lado la iglesia, blanca y pesada, y del otro la masa negra y mestiza, informe y homogénea. El templo exhibe una amplia boca capaz de tragarse a la muchedumbre. Invita al cobijo de su interior como una madre invita a sus brazos, amorosa y sobreprotectoramente.

No se puede saber si la muchedumbre entra o sale del templo, pero sí que no son indiferentes a él, pues si salen parecen huir y, si entran, lo hacen apresuradamente. Sólo los tambores permanecen impávidos ante su presencia, pues se saben portadores de una voz poderosa, que convoca con una energía primigenia, hipnotizante y más poderosa que la de las campanas. San Juan, el que todo lo sabe, observa y sonríe.

viernes, 14 de septiembre de 2007

Mario Briceño Iragorri

En abril estuve leyendo a Mario Briceño Iragorri. De su texto "La historia como elemento de creación" (1942), extraigo este lúcido fragmento:

"...Recién instalada la dictadura caudillesca del General Juan Vicente Gómez (...) en una Orden General del Estado Mayor del Ejército se disponía una misa para agradecer al 'Altísimo (y son palabras de aquel documento) por haber conservado fuerte y enérgico al hombre providencial que de la más honrosa humildad llegó triunfador a la más alta posición militar de la República'. Ese mismo voto se hizo por Castro y por Crespo y por Guzmán y por Falcón y por Monagas y por Páez, y, lo más triste, se hizo también por Boves y por Monteverde. Ha sido el voto del pueblo que mira la Providencia en el brazo del señor en turno, cuando no tiene conciencia de que ese hombre gobierna en nombre suyo. Con ese voto el pueblo ha querido llenar el abismo que le ha separado del autócrata. Cree en la función providencial de los hombres que mandan, porque no cree en sí mismo. Como no puede explicar la función pública partiendo de un acto suyo, mira en el hombre que la ejerce la expresión de un poder extraño, y confunde entonces la fuerza brutal del 'jefe', que la representa, con la propia Providencia Divina. Y el pueblo venezolano no ha creído en sí mismo porque se le han dado explicaciones mágicas de su proceso histórico, y se ha sentido, en consecuencia, insuficiente para discernir su deber. Nuestros sociólogos y nuestros políticos han tenido por ello afán de buscar un hombre que mande y no en hacer un pueblo que se mande por sí mismo" (Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, nº 67, 1985, p. 144)


¿Qué les parece? Han pasado 67 años desde que Don Mario escribió este texto. Cualquier parecido con la realidad NO es producto de la casualidad. ¿La causalidad? De la ignorancia de nuestra historia, de la concepción mágica de la misma y de sus hombres. Es un texto para la reflexión, pues la única salida posible es la educación que se imparte en casa: es necesario crear ciudadanos que sean responsables de su proceso histórico y que no agradezcan al Altísimo por tener un mandón sobre los hombros. Que tengan bajo la piel la noción de que el Presidente es un empleado público. Que tiene cuentas que rendir. Que algún día las rendirá. Y no por gracia del Altísimo sino por que lo manda el pueblo. Que así sea.

martes, 3 de abril de 2007













Tradición, vanguardia y futurismo

Es probable que la cercanía de los eventos de este siglo dificulten la apreciación desapegada y en perspectiva de los mismos. Todo proceso evolutivo, artístico o no, se produce por medio de eventos que suelen ser dolorosos. Son como fracturas o heridas que, en el proceso de cicatrización, generan tejido nuevo. La influencia de movimientos como el Dadá, el Futurismo o la Antropofagia aún se percibe en el ambiente y en muchos casos el recuerdo de estos movimientos se encuentra latente, aunque de forma enriquecida y transformada, en muchas obras de arte contemporáneas.

Se debe realizar entonces un esfuerzo por apreciar los hechos como sucesos que se dieron en un momento y espacio determinado, sin olvidar que se relacionan entre sí, y que en muchos casos se condicionan mutuamente. El siglo XIX llega a su fin con los olores de los tradicionales Salones de Arte en el ambiente, y con los impresionistas a la carrera tras la luz que nunca se había apagado. Entonces ellos eran el avant-garde, los que iban adelante en la batalla.

Y es que la vanguardia y lo moderno son opuestos que coexisten y se condicionan. Cuando el ir adelante (la vanguardia) ocurre en el presente, los autores de la avanzada son modernos. Viven un protagonismo que desconocen y que se les escapa de las manos, como si fuera agua. Se puede entender entonces que los mesopotámicos hayan utilizado el agua para medir el tiempo, pues éste se escapa entre huecos y rendijas. Antoine Compagnon, en Las cinco paradojas de la modernidad, comenta que lo moderno deriva de un estar en el presente de espaldas al pasado. Es una situación espacio temporal: un aquí y un ahora.

Puede pensarse que vanguardia y moderno son términos similares, pero la avanzada de un batallón en la guerra vive un presente de cara al futuro. Se puede decir que no vive el presente pues siempre tiene la vista puesta adelante. En este punto modernidad y vanguardia se cruzan en el presente por una milésima de segundo, aunque se distancian en sus objetivos secundarios. Una reniega de un pasado al que no pertenece y la otra se proyecta hacia un futuro que nunca conocerá. Sin embargo, la vanguardia viene de una tradición pasada, por lo que se relaciona directamente con lo moderno, y se puede decir que el concepto de moderno engloba al de vanguardia, aunque no siempre ocurra lo contrario.

La tradición depende del tiempo y de la transmisión de modelos de contenido cultural a las generaciones venideras. Compagnon relaciona la tradición moderna con la traición moderna, al establecer que tal tradición implica el traspaso de modelos que establecen la ruptura (la fractura) como condición sine qua non. Es el escorpión que utiliza la ponzoña contra sí mismo: autolimita su acción y su tiempo de vida, su principio es su fin.

Es el dilema de la botella de Klein, recipiente que no tiene sentido pues su razón de ser se anula por la estructura misma del objeto. Es una botella que no es tal, sus líneas de fuerza se diluyen en una estructura que se limita a sí misma. Boccioni realiza en bronce una botella, que aunque no es de Klein, se disgrega en su propia estructura, algo que quizás le ocurría a los vanguardistas del momento.

Movimientos como el futurismo se generan de la desilusión por el pasado. El movimiento que ocupa esta análisis, se nutre del auge de las invenciones modernas del momento, de la velocidad, la máquina y la guerra. En 1912 aparece en París, el manifiesto futurista, como una demostración clara de un repudio por el pasado, el rechazo a la imitación y la necesidad de ser original (de ser deseperadamente nuevos). En la exposición de pintores futuristas, que itineró por varios países europeos, se exhibieron obras de Giacomo Balla, Carlo Carrá, Umberto Boccioni, Luigi Russolo y Gino Severini. El catálogo de la exposición expresaba los postulados del movimiento, de manera que las imágenes apreciadas por los espectadores se acompañaban de los textos que aclaraban la renuncia la pasado y el abrazo de lo nuevo.

Se encuentra reflejado en este postulado futurista la primera paradoja mencionada por Compagnon, la superstición de lo nuevo. Para los futuristas lo nuevo implicaba progreso, y debía sacar de raíz el pasado. La temática de esta tendencia se ocupaba de hechos novedosos (los automóviles y la velocidad), una nueva concepción del individuo, o eventos posibles en un futuro cercano. Así Balla representó al planeta Mercurio pasando frente al Sol, astro que es razón de ser del pequeño planeta y que a su vez condiciona su esterilidad.

Con el inicio de la I Guerra Mundial, los vanguardistas encuentran la oportunidad de lavar con sangre el pasado y empezar a partir de cero. Compaignon sitúa su segunda paradoja en 1913, con los collages de Braque y Picasso y los ready-mades de Duchamp. Esta fecha coincide con el periodo en que los futuristas estaban activos, un año antes del conflicto mundial y que el movimiento muriera años después debido a la guerra y al fascismo.

La segunda paradoja es la religión del futuro. Se iniciaba el siglo en que los numerosos descubrimientos llevaban al hombre a olvidar y despreciar el pasado para soñar con un futuro promisor. Para recibir el futuro los hombres modernos se preparaban y los pintores (para Greenberg, los únicos capaces de enfrentar con brío la modernidad), buscaban la planidad, el grado cero y la pureza absoluta. Sin embargo, hubo un problema de tipo práctico, y es que el futuro no llega nunca, se vive un eterno presente, con progreso o sin él. Así, artistas como Balla se plantean la velocidad de la máquina como la oportunidad de alcanzar ese futuro imposible, caracterizado por un tiempo dúctil, manifestado como imágenes repetitivas y secuenciales. Esa imperiosa necesidad de ir a alta velocidad no sólo se manifiesta en la producción plástica, sino en la vida política de los futuristas.

Compaignon distingue dos vanguardias, una estética (de artistas abocados a la revolución estética) y otra política (de artistas comprometidos con la revolución política). Difícilmente ambas vanguardias se unen y los futuristas no son la excepción. El movimiento futurista se asocia desde un principio al anarquismo y a tendencias políticas radicales, como el fascismo, el cual fue uno de los factores determinantes en la desaparición del movimiento. Sus planteamientos son tan drásticos como el exigir posiciones de vida totalmente novedosas y difíciles de asimilar (anticlericalismo, la desvalorización del matrimonio, el amor libre, la jornada de ocho horas laborables y de cierta manera, se exigía una reforma agraria).

Para Mario de Michelli, estas declaraciones forman parte de una tradición resurgimental, aunque superficial, tosca e infructuosa. De Michelli relaciona el anticlericalismo con una realidad determinante en Italia: la presencia del Vaticano como un Estado más. Para los futuristas Iglesia y burguesía se daban la mano y representaban el pasado que se debía borrar de un plumazo, aunque fuera con la guerra, única higiene del mundo. Se transformó en una vanguardia irreverente, y su nacionalismo a ultranza los acercó definitivamente al fascismo. Para de Micheli, este nacionalismo histérico, así como el decadentismo simbolista, son los principales puntos débiles y definitivos en la decadencia de la vanguardia.

Pero la guerra asestó una estocada al movimiento, aquella que ellos mismos invocaban como la única purga de los males del pasado. Primero fue la guerra de Libia y luego la Mundial, que definitivamente dispersó a los artistas futuristas y acabó con muchos de ellos (entre ellos Boccioni). La tradición guerrera del hombre se enfrenta en este caso con la tradición moderna, y gana la batalla porque la moderna tiene escrito que su destino es perder. En cambio, el hombre ha sido guerrero desde los principios de la humanidad, y con el poder sobre la muerte y el enemigo, se han decidido los destinos y caminos de la historia.

La marcha de los artistas a la guerra significó un encuentro brutal y mortal con aquellos conceptos que, idealmente, se habían emitido. La tradición de la guerra no caracteriza a los artistas por el contrario, suele haber un rechazo de éstos hacia los movimientos bélicos. Por esta razón es interesante el hecho de que para ellos la guerra no sólo fuera una opción, sino que fuera la única elección posible para alcanzar el futuro.

La guerra y la modernidad parten de tradiciones contradictorias y complementarias. La tradición moderna se renueva con el surgimiento de cada nuevo movimiento, la guerra suele acabar de raíz con el pasado e implanta tradiciones y eventos que parten de cero. Sin embargo, luego de toda guerra, los sobrevivientes buscan su pasado entre las cenizas y tratan de reconstruirlo. El producto generalmente es algo totalmente nuevo, que tiene un hilo conector con las tradiciones desaparecidas.

Así el conflicto bélico estableció una línea definitoria de un antes progresista y un después difícil. Muchas guerras se gestan de manera idealista, y se vinculan al romanticismo por el seguro fin trágico de los participantes. Aquí se puede establecer una relación con otra antiquísima tradición humana, la del sacrificio. Los futuristas asumen la tradición del hombre guerrero y la del hombre sacrificado para dar un sentido romántico a su obsesión por la máquina y el progreso. Así la imagen del individuo se transforma en el resultado de la intervención dinámica del espacio y el tiempo en el rostro y el cuerpo. Es diferente a la problemática cubista, en donde la deformación de la imagen se plantea como efecto visual (una cierta libertad de la mirada), para los futuristas esta visión se transforma en una aceptación de la velocidad (tiempo + espacio) como una realidad física que afecta al hombre y a su entorno. Podría hablarse de reconocerse con heridas de guerra, o de aceptar que la velocidad de los tiempos atañe directamente al intelecto y al cuerpo del ser humano futurista.

Este “deformación” o “mutilación de guerra”, fue un resultado inconsciente, que no se esperaba. Fue como el fin de la vanguardia, dado por los fascistas para quienes los futuristas ya no eran útiles y más bien representaban un estorbo. Son resultados que escaparon a la teoría. Ésta, expuesta por Marinetti en principio, determina una actitud del hombre futurista ante la vida, más no contempló la actitud que la vida tomaría ante él.

Compagnon ubica al futurismo en las dos paradojas ya revisadas; sin embargo, la manía teorizante, su tercera paradoja, también podría contemplarse. El manifiesto fue de gran importancia en el desarrollo del movimiento, los artistas se aferraron a él y debido a ello abrazaron causas políticas, actitudes anarquistas, comportamientos escandalosos y la guerra como fin primero y último.Este espíritu se mantuvo intacto en cuanto fue teoría, pero la práctica lo tumbó de su pedestal. Boccioni, desde el frente dice: “de esta experiencia saldré con un desprecio por todo lo que no sea arte… Sólo existe el arte”. Poner en práctica las teorías supone ponerlas a prueba y los futuristas tuvieron esa oportunidad. Y entonces, la tradición moderna cumplió su papel y asestó al futurismo la estocada final.


Bibliografía

De Micheli, Mario. Las vanguardias artísticas del siglo XX.
Compaignon, Antoine. Las cinco paradojas de la modernidad. Monte Ávila editores. Caracas, 1990; 140 pp.
Huyghe, René. El arte y el hombre. Tomo III. Editorial Planeta. Barcelona, 1967; 592 pp.

jueves, 8 de marzo de 2007

Puentes colgantes

La sexualidad humana ocupa un ámbito bipolar, regido por lo animal y lo racional, en un equilibrio tal que es la naturaleza y sus necesidades la que decide, en muchos casos, hacia donde se inclina la balanza.

Aunque el principal requerimiento de la naturaleza es que los seres que la componen se reproduzcan, en el caso del hombre, cuando de sexo se trata, el instinto no impera necesariamente sobre la razón, antes tienen la palabra los sentidos. La sexualidad se contrapone a la sensualidad, una no existe sin la otra y, sin embargo, son dos conceptos diferentes que se complementan. La sensualidad llega de manera profunda y contundente al alma del hombre, la sexualidad se regodea en el animal complacido, en la naturaleza satisfecha: es una garantía de la efectiva reproducción de la especie.

Así, cuando la sensualidad se acerca al alma y le susurra palabras al oído, el espíritu se exalta. La espiritualidad se contrapone de esta manera a la naturaleza. Son pares opuestos complementarios separados por un abismo, pero unidos por un frágil puente colgante, que es el hombre mismo. Tal puente permite que el ser humano transcurra sus días, inocente de la fragilidad de su condición. A veces el puente se quiebra, y el hombre queda colgando de un lado o del otro: a merced de la naturaleza o del espíritu.

La locura, el desvarío, el sin razón, o como quiera que se le llame, es un puente roto y puede ser que el hombre cuelgue de uno de sus lados, o que esta situación varíe de un día a otro, de una crisis a otra. Es la comunicación del interior del ser que cuelga con su entorno, o la lucha entre su Apolo y su Dionisios, lo que decide de qué lado colgará el día de hoy.

Una obra como Cinco figuras, de Armando Reverón, revela fragmentos de puentes rotos en el alma del artista. Son iluminados fogonazos que hablan de una lucha encarnizada entre Apolo y Dionisios, pelea que pierde Apolo, aún antes de empezar. El Dios de la razón conoce sus desventajas en la lucha expresada en la obra, pues el artista cuelga del barranco del espíritu mirando con ansiedad el otro lado: la naturaleza, la sexualidad animal.

La razón, y Apolo con ella, no tienen cartas en la mano para este juego. Las cuatro mujeres no son tales, son tigres en reposo. Antes que mujeres son hembras que, provocativamente, esconden el sexo con abanicos, o lo cubren coquetamente con las piernas.

Una mujer acaricia los cabellos de otra, sin dejar de mirar al espectador (o al artista). Esta actitud recuerda los juegos de las niñas en las que, mutuamente, se peinan y maquillan, iniciando entre ellas el juego de la seducción. Esta escena también recuerda las imágenes de los harenes, pues se aprecia un círculo de cuatro mujeres cómplices y prisioneras junto a una quinta figura, de la que no se puede determinar el sexo. Reposan en una estancia cerrada, de la cual sólo se aprecia una reja en la ventana del fondo, suerte de cárcel en la que la consciencia encierra al desatado inconsciente.

Las historias de los harenes han llegado hasta nosotros rodeadas de halos de misterio y fantasía. Podemos dar gracias por ello a Sherezade y a las grandes extensiones de agua que nos han separado de la realidad de las mujeres en el medio oriente. Como quiera que sea, el sueño del harén ha sido acariciado por todo hombre por lo menos en una ocasión. Es la máxima aspiración de su lado dionisíaco, aunque Apolo lo tenga bajo su yugo. Reverón, a falta de un harén real, se construyó uno propio, imaginario y posible.

Estas mujeres plasmadas por Reverón juegan como las niñas, pero con la malicia de las mujeres que han perdido la inocencia. Quizás era la forma en que Reverón veía a las muñecas: como tales eran ingenuas, pero por su condición femenina tenían el alma descompuesta.

Para Reverón la mujer era un ser maldito, al cual se encontraba unido por los más duales y firmes lazos: amor y odio, eros y tánatos. No podía vivir sin ellas, pero en el fondo las repudiaba. Quizás una infancia con una madre etérea e inconstante, y un posible amor incestuoso por una prima casi-hermana, contaminaron su visión de la mujer.

Así, las cuatro figuras femeninas parecen apacibles, casi indefensas. Pero cuelgan en un espacio sin lógica, como seres fantasmales. Quizás la quinta figura es el propio Reverón, o tal vez es otra figura femenina. Sin embrago, la imagen sugiere al artista presente, rodeado de su harén. Parece llevar en sus manos los implementos para pintar y observa la imagen, quizás en un espejo. Tal vez no es así y su iluminada imaginación lo transportó al frente de la escena, o lo metió dentro de ella.

Dentro o fuera de la pintura el artista desata los colores sobre el lienzo. Son colores tenues, similares a los de la tela. Ésta es muy texturizada, con una trama rica de gran relieve. En ciertas zonas el fondo se oscurece y las formas humanas surgen de la tela, como apariciones. En primer plano destaca el marrón oscuro y el color gris con discretos toques de verde, éstos se encargan de propiciar el suelo sobre el que las figuras reposan. Los pigmentos oscuros se condensan del lado derecho de la obra, entre la figura que reposa con el abanico y el margen derecho de la pintura. En esta área, al igual que en el margen izquierdo, el artista olvida la sutileza con la que ha tratado las figuras y se vuelca agresivamente sobre la tela con el uso de los tonos oscuros. Los colores no son violentos, son casi tiernos. La agresividad la aporta el pincel.

Colores amables, símbolo de lo amoroso y lo maternal. El pincel, de manera violenta ataca la tela, la viola, y en ese acto no dibuja líneas, sino que pinta manchas. Lo femenino y lo masculino se conjugan en la paleta del artista, y se proyectan sobre un tercer elemento que pone en armonía a dos fuerzas opuestas. En ese momento es la tela la encargada de ejercer la función de balanza.

Colores y pincel, masculino y femenino, son los representantes de Dionisios en el mundo reveroniano. La mano del artista, dirigida por su alucinada visión del entorno, proyecta la voz del Dios toro, hijo de Sémele.

El lienzo, físico y estable en su gran dimensión (163 x 228 cm.), recibe pincel y colores sin desfallecer ante tal impulso animal. Es la encarnación del Dios pastor, hijo de Latona.

La presencia de Dionisios late en la obra. El lienzo, derrotado, lo sostiene y engrandece, con una actitud digna de un buen perdedor.

Reverón, su locura y sus muñecas son tan sólo circunstancias. Hechos fortuitos con los que tropezaron dos colosos en pugna, que no pueden resolver sus diferencias, pero que tampoco pueden prescindir el uno del otro: el color del pincel, la tela de la pintura, el amor del odio, eros de tánatos… y Reverón de las mujeres.