martes, 3 de abril de 2007













Tradición, vanguardia y futurismo

Es probable que la cercanía de los eventos de este siglo dificulten la apreciación desapegada y en perspectiva de los mismos. Todo proceso evolutivo, artístico o no, se produce por medio de eventos que suelen ser dolorosos. Son como fracturas o heridas que, en el proceso de cicatrización, generan tejido nuevo. La influencia de movimientos como el Dadá, el Futurismo o la Antropofagia aún se percibe en el ambiente y en muchos casos el recuerdo de estos movimientos se encuentra latente, aunque de forma enriquecida y transformada, en muchas obras de arte contemporáneas.

Se debe realizar entonces un esfuerzo por apreciar los hechos como sucesos que se dieron en un momento y espacio determinado, sin olvidar que se relacionan entre sí, y que en muchos casos se condicionan mutuamente. El siglo XIX llega a su fin con los olores de los tradicionales Salones de Arte en el ambiente, y con los impresionistas a la carrera tras la luz que nunca se había apagado. Entonces ellos eran el avant-garde, los que iban adelante en la batalla.

Y es que la vanguardia y lo moderno son opuestos que coexisten y se condicionan. Cuando el ir adelante (la vanguardia) ocurre en el presente, los autores de la avanzada son modernos. Viven un protagonismo que desconocen y que se les escapa de las manos, como si fuera agua. Se puede entender entonces que los mesopotámicos hayan utilizado el agua para medir el tiempo, pues éste se escapa entre huecos y rendijas. Antoine Compagnon, en Las cinco paradojas de la modernidad, comenta que lo moderno deriva de un estar en el presente de espaldas al pasado. Es una situación espacio temporal: un aquí y un ahora.

Puede pensarse que vanguardia y moderno son términos similares, pero la avanzada de un batallón en la guerra vive un presente de cara al futuro. Se puede decir que no vive el presente pues siempre tiene la vista puesta adelante. En este punto modernidad y vanguardia se cruzan en el presente por una milésima de segundo, aunque se distancian en sus objetivos secundarios. Una reniega de un pasado al que no pertenece y la otra se proyecta hacia un futuro que nunca conocerá. Sin embargo, la vanguardia viene de una tradición pasada, por lo que se relaciona directamente con lo moderno, y se puede decir que el concepto de moderno engloba al de vanguardia, aunque no siempre ocurra lo contrario.

La tradición depende del tiempo y de la transmisión de modelos de contenido cultural a las generaciones venideras. Compagnon relaciona la tradición moderna con la traición moderna, al establecer que tal tradición implica el traspaso de modelos que establecen la ruptura (la fractura) como condición sine qua non. Es el escorpión que utiliza la ponzoña contra sí mismo: autolimita su acción y su tiempo de vida, su principio es su fin.

Es el dilema de la botella de Klein, recipiente que no tiene sentido pues su razón de ser se anula por la estructura misma del objeto. Es una botella que no es tal, sus líneas de fuerza se diluyen en una estructura que se limita a sí misma. Boccioni realiza en bronce una botella, que aunque no es de Klein, se disgrega en su propia estructura, algo que quizás le ocurría a los vanguardistas del momento.

Movimientos como el futurismo se generan de la desilusión por el pasado. El movimiento que ocupa esta análisis, se nutre del auge de las invenciones modernas del momento, de la velocidad, la máquina y la guerra. En 1912 aparece en París, el manifiesto futurista, como una demostración clara de un repudio por el pasado, el rechazo a la imitación y la necesidad de ser original (de ser deseperadamente nuevos). En la exposición de pintores futuristas, que itineró por varios países europeos, se exhibieron obras de Giacomo Balla, Carlo Carrá, Umberto Boccioni, Luigi Russolo y Gino Severini. El catálogo de la exposición expresaba los postulados del movimiento, de manera que las imágenes apreciadas por los espectadores se acompañaban de los textos que aclaraban la renuncia la pasado y el abrazo de lo nuevo.

Se encuentra reflejado en este postulado futurista la primera paradoja mencionada por Compagnon, la superstición de lo nuevo. Para los futuristas lo nuevo implicaba progreso, y debía sacar de raíz el pasado. La temática de esta tendencia se ocupaba de hechos novedosos (los automóviles y la velocidad), una nueva concepción del individuo, o eventos posibles en un futuro cercano. Así Balla representó al planeta Mercurio pasando frente al Sol, astro que es razón de ser del pequeño planeta y que a su vez condiciona su esterilidad.

Con el inicio de la I Guerra Mundial, los vanguardistas encuentran la oportunidad de lavar con sangre el pasado y empezar a partir de cero. Compaignon sitúa su segunda paradoja en 1913, con los collages de Braque y Picasso y los ready-mades de Duchamp. Esta fecha coincide con el periodo en que los futuristas estaban activos, un año antes del conflicto mundial y que el movimiento muriera años después debido a la guerra y al fascismo.

La segunda paradoja es la religión del futuro. Se iniciaba el siglo en que los numerosos descubrimientos llevaban al hombre a olvidar y despreciar el pasado para soñar con un futuro promisor. Para recibir el futuro los hombres modernos se preparaban y los pintores (para Greenberg, los únicos capaces de enfrentar con brío la modernidad), buscaban la planidad, el grado cero y la pureza absoluta. Sin embargo, hubo un problema de tipo práctico, y es que el futuro no llega nunca, se vive un eterno presente, con progreso o sin él. Así, artistas como Balla se plantean la velocidad de la máquina como la oportunidad de alcanzar ese futuro imposible, caracterizado por un tiempo dúctil, manifestado como imágenes repetitivas y secuenciales. Esa imperiosa necesidad de ir a alta velocidad no sólo se manifiesta en la producción plástica, sino en la vida política de los futuristas.

Compaignon distingue dos vanguardias, una estética (de artistas abocados a la revolución estética) y otra política (de artistas comprometidos con la revolución política). Difícilmente ambas vanguardias se unen y los futuristas no son la excepción. El movimiento futurista se asocia desde un principio al anarquismo y a tendencias políticas radicales, como el fascismo, el cual fue uno de los factores determinantes en la desaparición del movimiento. Sus planteamientos son tan drásticos como el exigir posiciones de vida totalmente novedosas y difíciles de asimilar (anticlericalismo, la desvalorización del matrimonio, el amor libre, la jornada de ocho horas laborables y de cierta manera, se exigía una reforma agraria).

Para Mario de Michelli, estas declaraciones forman parte de una tradición resurgimental, aunque superficial, tosca e infructuosa. De Michelli relaciona el anticlericalismo con una realidad determinante en Italia: la presencia del Vaticano como un Estado más. Para los futuristas Iglesia y burguesía se daban la mano y representaban el pasado que se debía borrar de un plumazo, aunque fuera con la guerra, única higiene del mundo. Se transformó en una vanguardia irreverente, y su nacionalismo a ultranza los acercó definitivamente al fascismo. Para de Micheli, este nacionalismo histérico, así como el decadentismo simbolista, son los principales puntos débiles y definitivos en la decadencia de la vanguardia.

Pero la guerra asestó una estocada al movimiento, aquella que ellos mismos invocaban como la única purga de los males del pasado. Primero fue la guerra de Libia y luego la Mundial, que definitivamente dispersó a los artistas futuristas y acabó con muchos de ellos (entre ellos Boccioni). La tradición guerrera del hombre se enfrenta en este caso con la tradición moderna, y gana la batalla porque la moderna tiene escrito que su destino es perder. En cambio, el hombre ha sido guerrero desde los principios de la humanidad, y con el poder sobre la muerte y el enemigo, se han decidido los destinos y caminos de la historia.

La marcha de los artistas a la guerra significó un encuentro brutal y mortal con aquellos conceptos que, idealmente, se habían emitido. La tradición de la guerra no caracteriza a los artistas por el contrario, suele haber un rechazo de éstos hacia los movimientos bélicos. Por esta razón es interesante el hecho de que para ellos la guerra no sólo fuera una opción, sino que fuera la única elección posible para alcanzar el futuro.

La guerra y la modernidad parten de tradiciones contradictorias y complementarias. La tradición moderna se renueva con el surgimiento de cada nuevo movimiento, la guerra suele acabar de raíz con el pasado e implanta tradiciones y eventos que parten de cero. Sin embargo, luego de toda guerra, los sobrevivientes buscan su pasado entre las cenizas y tratan de reconstruirlo. El producto generalmente es algo totalmente nuevo, que tiene un hilo conector con las tradiciones desaparecidas.

Así el conflicto bélico estableció una línea definitoria de un antes progresista y un después difícil. Muchas guerras se gestan de manera idealista, y se vinculan al romanticismo por el seguro fin trágico de los participantes. Aquí se puede establecer una relación con otra antiquísima tradición humana, la del sacrificio. Los futuristas asumen la tradición del hombre guerrero y la del hombre sacrificado para dar un sentido romántico a su obsesión por la máquina y el progreso. Así la imagen del individuo se transforma en el resultado de la intervención dinámica del espacio y el tiempo en el rostro y el cuerpo. Es diferente a la problemática cubista, en donde la deformación de la imagen se plantea como efecto visual (una cierta libertad de la mirada), para los futuristas esta visión se transforma en una aceptación de la velocidad (tiempo + espacio) como una realidad física que afecta al hombre y a su entorno. Podría hablarse de reconocerse con heridas de guerra, o de aceptar que la velocidad de los tiempos atañe directamente al intelecto y al cuerpo del ser humano futurista.

Este “deformación” o “mutilación de guerra”, fue un resultado inconsciente, que no se esperaba. Fue como el fin de la vanguardia, dado por los fascistas para quienes los futuristas ya no eran útiles y más bien representaban un estorbo. Son resultados que escaparon a la teoría. Ésta, expuesta por Marinetti en principio, determina una actitud del hombre futurista ante la vida, más no contempló la actitud que la vida tomaría ante él.

Compagnon ubica al futurismo en las dos paradojas ya revisadas; sin embargo, la manía teorizante, su tercera paradoja, también podría contemplarse. El manifiesto fue de gran importancia en el desarrollo del movimiento, los artistas se aferraron a él y debido a ello abrazaron causas políticas, actitudes anarquistas, comportamientos escandalosos y la guerra como fin primero y último.Este espíritu se mantuvo intacto en cuanto fue teoría, pero la práctica lo tumbó de su pedestal. Boccioni, desde el frente dice: “de esta experiencia saldré con un desprecio por todo lo que no sea arte… Sólo existe el arte”. Poner en práctica las teorías supone ponerlas a prueba y los futuristas tuvieron esa oportunidad. Y entonces, la tradición moderna cumplió su papel y asestó al futurismo la estocada final.


Bibliografía

De Micheli, Mario. Las vanguardias artísticas del siglo XX.
Compaignon, Antoine. Las cinco paradojas de la modernidad. Monte Ávila editores. Caracas, 1990; 140 pp.
Huyghe, René. El arte y el hombre. Tomo III. Editorial Planeta. Barcelona, 1967; 592 pp.

jueves, 8 de marzo de 2007

Puentes colgantes

La sexualidad humana ocupa un ámbito bipolar, regido por lo animal y lo racional, en un equilibrio tal que es la naturaleza y sus necesidades la que decide, en muchos casos, hacia donde se inclina la balanza.

Aunque el principal requerimiento de la naturaleza es que los seres que la componen se reproduzcan, en el caso del hombre, cuando de sexo se trata, el instinto no impera necesariamente sobre la razón, antes tienen la palabra los sentidos. La sexualidad se contrapone a la sensualidad, una no existe sin la otra y, sin embargo, son dos conceptos diferentes que se complementan. La sensualidad llega de manera profunda y contundente al alma del hombre, la sexualidad se regodea en el animal complacido, en la naturaleza satisfecha: es una garantía de la efectiva reproducción de la especie.

Así, cuando la sensualidad se acerca al alma y le susurra palabras al oído, el espíritu se exalta. La espiritualidad se contrapone de esta manera a la naturaleza. Son pares opuestos complementarios separados por un abismo, pero unidos por un frágil puente colgante, que es el hombre mismo. Tal puente permite que el ser humano transcurra sus días, inocente de la fragilidad de su condición. A veces el puente se quiebra, y el hombre queda colgando de un lado o del otro: a merced de la naturaleza o del espíritu.

La locura, el desvarío, el sin razón, o como quiera que se le llame, es un puente roto y puede ser que el hombre cuelgue de uno de sus lados, o que esta situación varíe de un día a otro, de una crisis a otra. Es la comunicación del interior del ser que cuelga con su entorno, o la lucha entre su Apolo y su Dionisios, lo que decide de qué lado colgará el día de hoy.

Una obra como Cinco figuras, de Armando Reverón, revela fragmentos de puentes rotos en el alma del artista. Son iluminados fogonazos que hablan de una lucha encarnizada entre Apolo y Dionisios, pelea que pierde Apolo, aún antes de empezar. El Dios de la razón conoce sus desventajas en la lucha expresada en la obra, pues el artista cuelga del barranco del espíritu mirando con ansiedad el otro lado: la naturaleza, la sexualidad animal.

La razón, y Apolo con ella, no tienen cartas en la mano para este juego. Las cuatro mujeres no son tales, son tigres en reposo. Antes que mujeres son hembras que, provocativamente, esconden el sexo con abanicos, o lo cubren coquetamente con las piernas.

Una mujer acaricia los cabellos de otra, sin dejar de mirar al espectador (o al artista). Esta actitud recuerda los juegos de las niñas en las que, mutuamente, se peinan y maquillan, iniciando entre ellas el juego de la seducción. Esta escena también recuerda las imágenes de los harenes, pues se aprecia un círculo de cuatro mujeres cómplices y prisioneras junto a una quinta figura, de la que no se puede determinar el sexo. Reposan en una estancia cerrada, de la cual sólo se aprecia una reja en la ventana del fondo, suerte de cárcel en la que la consciencia encierra al desatado inconsciente.

Las historias de los harenes han llegado hasta nosotros rodeadas de halos de misterio y fantasía. Podemos dar gracias por ello a Sherezade y a las grandes extensiones de agua que nos han separado de la realidad de las mujeres en el medio oriente. Como quiera que sea, el sueño del harén ha sido acariciado por todo hombre por lo menos en una ocasión. Es la máxima aspiración de su lado dionisíaco, aunque Apolo lo tenga bajo su yugo. Reverón, a falta de un harén real, se construyó uno propio, imaginario y posible.

Estas mujeres plasmadas por Reverón juegan como las niñas, pero con la malicia de las mujeres que han perdido la inocencia. Quizás era la forma en que Reverón veía a las muñecas: como tales eran ingenuas, pero por su condición femenina tenían el alma descompuesta.

Para Reverón la mujer era un ser maldito, al cual se encontraba unido por los más duales y firmes lazos: amor y odio, eros y tánatos. No podía vivir sin ellas, pero en el fondo las repudiaba. Quizás una infancia con una madre etérea e inconstante, y un posible amor incestuoso por una prima casi-hermana, contaminaron su visión de la mujer.

Así, las cuatro figuras femeninas parecen apacibles, casi indefensas. Pero cuelgan en un espacio sin lógica, como seres fantasmales. Quizás la quinta figura es el propio Reverón, o tal vez es otra figura femenina. Sin embrago, la imagen sugiere al artista presente, rodeado de su harén. Parece llevar en sus manos los implementos para pintar y observa la imagen, quizás en un espejo. Tal vez no es así y su iluminada imaginación lo transportó al frente de la escena, o lo metió dentro de ella.

Dentro o fuera de la pintura el artista desata los colores sobre el lienzo. Son colores tenues, similares a los de la tela. Ésta es muy texturizada, con una trama rica de gran relieve. En ciertas zonas el fondo se oscurece y las formas humanas surgen de la tela, como apariciones. En primer plano destaca el marrón oscuro y el color gris con discretos toques de verde, éstos se encargan de propiciar el suelo sobre el que las figuras reposan. Los pigmentos oscuros se condensan del lado derecho de la obra, entre la figura que reposa con el abanico y el margen derecho de la pintura. En esta área, al igual que en el margen izquierdo, el artista olvida la sutileza con la que ha tratado las figuras y se vuelca agresivamente sobre la tela con el uso de los tonos oscuros. Los colores no son violentos, son casi tiernos. La agresividad la aporta el pincel.

Colores amables, símbolo de lo amoroso y lo maternal. El pincel, de manera violenta ataca la tela, la viola, y en ese acto no dibuja líneas, sino que pinta manchas. Lo femenino y lo masculino se conjugan en la paleta del artista, y se proyectan sobre un tercer elemento que pone en armonía a dos fuerzas opuestas. En ese momento es la tela la encargada de ejercer la función de balanza.

Colores y pincel, masculino y femenino, son los representantes de Dionisios en el mundo reveroniano. La mano del artista, dirigida por su alucinada visión del entorno, proyecta la voz del Dios toro, hijo de Sémele.

El lienzo, físico y estable en su gran dimensión (163 x 228 cm.), recibe pincel y colores sin desfallecer ante tal impulso animal. Es la encarnación del Dios pastor, hijo de Latona.

La presencia de Dionisios late en la obra. El lienzo, derrotado, lo sostiene y engrandece, con una actitud digna de un buen perdedor.

Reverón, su locura y sus muñecas son tan sólo circunstancias. Hechos fortuitos con los que tropezaron dos colosos en pugna, que no pueden resolver sus diferencias, pero que tampoco pueden prescindir el uno del otro: el color del pincel, la tela de la pintura, el amor del odio, eros de tánatos… y Reverón de las mujeres.