jueves, 27 de marzo de 2008

El 5 de julio de 1811, de Juan Lovera. Análisis Iconográfico e iconológico (4)

Descripción preiconográfica


En esta obra se aprecia una amplia estancia repleta de hombres en actitud seria y reflexiva. Las figuras son fácilmente distinguibles en principales y secundarias debido a la situación privilegiada que tienen en la composición, a su presencia resaltada por la luz y al detalle con que han sido elaborados los rostros. Las figuras principales son treinta y ocho. Todas parecieran prestar gran atención a la escritura o firma de documentos que dos de los personajes realizan, en dos mesas ubicadas en el centro y a la izquierda de la composición.


El lugar en el que se encuentran las figuras es un gran salón con tres ventanas y, a mano derecha, hay una amplia entrada de luz que no se aprecia en la obra, pues sale del encuadre. Sobre esta entrada hay un segundo nivel repleto de personas. Las figuras principales se encuentran sentadas o de pie, la mayoría están sentadas en sillas de madera con respaldar y asiento de color verde. De este color, aunque claro, también es la alfombra que cubre el suelo, y las dos mesas tienen manteles rojos. Al fondo de la estancia se aprecia un gran mueble dorado, de presencia imponente debido a su tamaño y color.


Llama la atención la vestimenta de los personajes. Tres de ellos llevan traje militar, con casaca y charreteras. Siete llevan sotana o vestimenta sacerdotal. Casi todos los civiles usan frac negro, con solapas triangulares. Éstos también utilizan cuello alto doblado con corbatín, calzones a la rodilla y medias ajustadas altas. Hay dos hombres con pelucas, el resto utiliza un peinado corto, con el cabello sobre la frente. En el extremo derecho de la obra, un hombre anciano, alto y fuerte (uno de los que lleva peluca), llama la atención por su lugar privilegiado en la composición. Está en primer plano, y aunque algo distante de las mesas, se aprecia atento al desenvolvimiento de los hechos. Sus ropas son oscuras, de pantalón, medias y frac negros, con una faja roja.


Como se comentó en el análisis plástico formal, la obra está compuesta por tres franjas. La primera es la ya descrita, la segunda está formada por un dibujo en el que se aprecia un acercamiento de los rostros de los personajes principales de la obra, identificados por números. En la tercera franja están sus nombres, con el número que les corresponde en el dibujo superior.
Bajo la pintura, en el marco, se encuentran algunas inscripciones, la de la izquierda dice lo siguiente: “Los representantes de las provincias confederadas de Venezuela reunidos en congreso restauran y vindican los primitivos e imprescindibles derechos de la patria sancionando su soberanía, su libertad política y su independencia de la España y de cualquier otra nación el 5 de julio de 1811. En la capilla de la Universidad y Seminario de Caracas”. A la derecha de esta inscripción hay dos circunferencias, a manera de medallas, que escoltan un rectángulo cuya inscripción dice: “Al Honorable Congreso de Venezuela MDCCCXXXVIII”. El círculo de la izquierda presenta una mujer con un gorro frigio y un cuerno, y el círculo de la derecha muestra un caballo. En el extremo derecho hay una última inscripción: “Monumento glorioso y nacional que admirarán los siglos venideros y que dedico con respeto y amor patrio al Honorable Congreso de 1838 el ciudadano Juan Lovera”.


El marco de la obra es dorado y ricamente labrado en madera.

jueves, 31 de enero de 2008

El 5 de julio de 1811, de Juan Lovera.Análisis iconográfico e iconológico (3)

Análisis Plástico-Formal


La obra consta de tres franjas o rectángulos, con un eje horizontal predominante. La franja superior es de mayores dimensiones a las otras dos y en ella se encuentra el área más importante de la obra, con la escena pintada al óleo. La franja del medio presenta los dibujos de cada uno de los personajes principales, y la franja inferior presenta la trascripción sus nombres.



Al estudiar la franja superior se encuentra una composición ordenada en un rectángulo. El eje principal es horizontal y pasa por el medio de la obra, siguiendo una línea que va desde la abertura de la ventana de la izquierda, pasando por encima de las cabezas de dos personajes con traje militar, cruza la abertura de la ventana central y finaliza en los nudos de las cortinas de la ventana de la derecha.


Este eje horizontal domina en la composición, y la disposición sentada y de pie de los numerosos personajes en la habitación, genera diversos ejes verticales cortos. Estos últimos, en su mayoría sólo aportan ritmo a la composición. Únicamente tres de ellos destacan: el que se produce sobre el hombre de lentes que firma, a la derecha, el que se genera entre la ventana y la mesa del centro y el que se encuentra sobre la dominante figura del anciano de la derecha, erguido, con ropa negra, faja roja y peluca. El eje vertical de la izquierda es muy notorio, pues se inicia en un elemento rojo que cuelga del techo (parte del altar, probablemente), continúa sobre la figura del hombre de lentes y finaliza con la línea de la mesa, recubierta de un mantel rojo. El eje representado por el anciano de la derecha es importante en cuanto a la relevancia de su ubicación en la composición: aunque está al margen se encuentra en primer plano. Además su vestimenta, el porte y la iluminación ayudan a destacarlo.


En relación con estos ejes se ordena la composición: el eje horizontal divide la obra en una parte superior, cuyo protagonista es la arquitectura del edificio y la entrada de luz; en la parte inferior se encuentran todos los personajes (treinta y ocho principales y alrededor de setenta secundarios). Los ejes verticales de la derecha y la izquierda dividen la obra en tres secciones:

- Sección izquierda, con dos hombres sentados alrededor de una mesa en primer plano, uno en segundo plano, seis en tercer plano y diez en un cuarto plano. La pared y la ventana representan el quinto y último plano.

- Sección central, la cual presenta una figura en primer plano, en el extremo izquierdo de la sección (sentada en la mesa). Hay una figura en segundo plano de pie, trece personajes en tercer plano y treinta y seis de pie, en un cuarto plano. Como en el caso anterior, el quinto plano está representado por la pared de fondo y la ventana.

- Sección derecha: el área del eje presenta la figura del anciano de peluca, en primer plano, detrás de él se encuentran un civil y un militar, de pie. En línea con estos, hay cuatro personajes sentados de espaldas. Este grupo (los personajes de pie y los sentados) se puede ubicar en un segundo plano. En tercer plano hay cuatro figuras sentadas, en cuarto plano unas veinticinco de pie y el fondo (pared, ventana y entrada del local) es el quinto plano.

Esta disposición en tres secciones y en cinco planos de profundidad, ordena la composición de manera tal que se crea una sensación de perspectiva difícil de lograr en aquella época por los artistas locales. Hay una amplia área en el centro, vacía y muy iluminada, que contrasta fuertemente con el gran número de personas presentes en la obra (algunas de ellas en contraluz). En esta área domina el color rojo de la mesa central, también presente en la mesa de la izquierda, y los medallones verdes claros de la alfombra. Se crea así una armonía cromática de contraste o de opuestos, también sugerida por el color verde de las sillas que, junto al rojo de las mesas, equilibra el predominio del color oscuro de los trajes de los personajes.


Los ejes diagonales también son importantes en la composición, pues cruzan la obra desde el ángulo superior izquierdo al ángulo inferior derecho y desde el ángulo inferior izquierdo al superior derecho. Se cruzan con el eje central que pasa por la ventana y la mesa, se puede ubicar entonces el centro de la obra, justo encima de las cabezas de los personajes que firman en la mesa del centro.


La composición de esta obra es compleja, pues parte de la necesidad de ordenar, en una superficie de 0,975 x 1,38, más de cien personajes, cuidando la jerarquía y la importancia de los mismos. Debe recordarse que entonces no se habían iniciado en Venezuela los estudios académicos, y que la perspectiva no era algo que se dominara fácilmente. Lovera utiliza entonces un punto de vista dentro de la capilla del Seminario que propicia una visión panorámica de la escena y, con los planos y los ejes compositivos arriba mencionados, consigue esa sensación de “hombres reunidos en semicírculo” que se aprecia en la obra. Logra una perspectiva intuitiva, con varios puntos de fuga, los cuales se salen de la obra, hacia el lugar en que debiera encontrarse la puerta de la capilla que da a la plaza.

lunes, 28 de enero de 2008

El 5 de julio de 1811, de Juan Lovera. Análisis iconográfico e iconológico (2)

Juan Lovera, el primer artista republicano

Nace en Caracas, el 11 de julio de 1776 (*). Pardo libre, hijo de un artesano fabricante de cirios, desde joven se siente atraído por las artes. Ingresa al taller de Antonio José Landaeta y se convierte en su alumno. Allí Lovera aprende las técnicas tradicionales de la pintura colonial: preparación de colores y lienzos, fabricación de marcos y dorados, así como iluminación de estampas.

Dedica casi toda su vida a la retratística, y se supone que también dirige su atención a la pintura religiosa. De esta última quedan muy pocos ejemplos a que se pueda hacer referencia (por ejemplo La Divina Pastora, 1820, Colección Fundación Museos Nacionales, Galería de Arte Nacional), pero gracias a ciertos documentos se sabe que durante su vida el artista realiza decoraciones de iglesias, imágenes votivas y restauraciones de lienzos religiosos. Sin embargo, el pintor y la historia han dejado un más amplio rastro de su labor como retratista (Presbítero Dr. Domingo Sixto Freites, 1831; Don Marcos Borges recibiendo las proposiciones académicas de su hijo Nicanor, hacia 1838; entre otros).

Lovera fue simpatizante de la causa patriota venezolana desde que ésta se inicia y los sucesos de 1810 y 1811 (declaración de la independencia de España, y firma del Acta de Independencia, respectivamente) debieron emocionarlo bastante, aunque tarda unos veinticinco años en pintar los lienzos que describen estos hechos. Sin embargo los años siguientes a la declaración y firma del acta de la independencia no fueron fáciles. El terremoto de 1812 y la emigración a Oriente de 1814 así como las ruinas que dejaría la guerra, inciden inevitablemente sobre la producción artística del momento. De hecho, desde la salida de Lovera de Caracas hasta su regreso (unos tres o cuatro años después) no se sabe con certeza qué hizo ni dónde estuvo, algunos historiadores como Enrique Planchart lo ubican en Cumaná, en tanto que otros, como Willie Aranguren, señalan un posible viaje por las Antillas, luego de su paso por esa ciudad.
El artista, luego de un temporal retiro al pueblo de Chacao, es nombrado Corregidor de Caracas en septiembre de 1821, cargo que acepta luego de numerosas peticiones, pues la humildad parece ser una característica constante en la vida del artista (Duarte, p. 27). A partir de esta fecha Lovera inicia una productiva etapa en su vida artística. Esto no es de extrañar si se recuerda que, luego del triunfo de la Independencia, el género ejecutado por excelencia es el retrato, entre otras razones debido a la novedad que implica para los seglares y civiles retratarse. La temática religiosa decae pues la iglesia apenas puede dedicarse a reconstruir los templos, luego del terremoto y la guerra. El paisaje, por otro lado, es algo que todavía no se considera digno de ser representado, a no ser como fondo de alguna figura (y esto tan sólo en algunos pocos casos).

Lovera fue maestro de dibujo en varias ocasiones. En 1820 en la escuela de Felipe Limardo y en 1822 en la escuela para niños pobres, pardos y blancos, de don Vicente Méndez. Fue maestro de Pedro Lovera, quien para Enrique Planchart es su hijo (**) y según Carlos Duarte tan sólo un sobrino, hijo de Fernando Lovera (Duarte, p. 30). El retrato que aquí se ofrece se consideró por mucho tiempo como un autorretrato de Juan Lovera (Enrique Planchart, , Revista Nacional de Cultura, 1951), posteriormente Carlos Duarte, luego de un estudio publicado en su libro "Juan Lovera, el pintor de los próceres(1985) estudiando la moda de lá época, llegó a la conclusión de que no era el artista que nos ocupa, sino de Pedro Lovera.
En 1828 el coronel Francisco Avendaño instala una prensa litográfica en el taller de Lovera, siendo esta técnica estudiada y revisada por el artista durante dos años. De 1830 en adelante Lovera realiza numerosos retratos y continúa su labor como docente. Durante esta década el General Páez propone una exaltación hacia los valores de la independencia y es probable que las dos pinturas históricas de Juan Lovera hayan surgido en este ambiente.

Primero ejecuta El tumulto del 19 de abril de 1810, en 1835, que es donado a la Honorable Diputación de Caracas. Posteriormente dedica el año de 1837 a la elaboración de El 5 de julio de 1811, obra finalizada en 1838 y dedicada al Congreso Nacional. Muere el 20 de enero de 1841 a los 65 años de edad, siendo sus últimos años muy productivos.


(*) Hay discrepaciancias en torno a su fecha de nacimiento. Duarte señala esta fecha como la verdadera, basándose en la partida de bautizo. En: Duarte, Carlos. Juan Lovera, el pintor de los próceres. Fundación Pampero. Caracas, 1985. p. 17.
(**) Planchart, para afirmar esto se remite a Landaeta Rosales, quien dice que Juan Lovera tuvo un hijo durante su estancia en Cumaná. En: Planchart, Enrique. Ob cit. p. 97.

Referencias
DUARTE, Carlos. Juan Lovera, el pintor de los próceres. Fundación Pampero. Caracas, 1985. 182 p.p.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

El 5 de julio de 1811, de Juan Lovera. Análisis iconográfico e iconológico (1)

El análisis de una obra de arte por medio del método iconológico propuesto por Erwin Panofsky es, aunque complicado y exigente, un procedimiento que permite estudiar la obra más allá de lo formal, considerándola como un conjunto de signos y síntomas del artista y su tiempo.

Este método se estructura en tres niveles: la descripción preiconográfica, en la cual se describe formalmente la obra, sin tratar el tema; el análisis iconográfico, el cual se encarga del asunto, al estudiar las imágenes, la historia y las alegorías; y finalmente, la interpretación iconológica, la cual estudia los valores simbólicos en la obra como signos culturales de un momento histórico.

El presente ensayo (dividido en sucesivas entradas del blog) propone un análisis iconográfico de la pintura El 5 de julio de 1811, de Juan Lovera, artista nacido en Caracas, Venezuela, a finales de 1700 y que vivió durante el siglo XIX. Para llevar a cabo el análisis de la obra se revisan primero sus datos técnicos, la vida del artista, se realiza un análisis plástico-formal de la pintura, para luego iniciar el análisis iconográfico-iconológico.

Es propicio acotar que este método fue concebido para ser aplicado a obras europeas, religiosas, alegóricas o históricas. Por tanto, aplicarlo en el caso de la Venezuela del siglo XIX no es fácil, y hay que recurrir a estudios sobre el traje colonial, al escenario original y a documentos determinados para realizar el estudio. Se debe señalar también que el artista identificó la autoría, la fecha de elaboración, el tema, así como los nombres de los retratados, lo cual facilita en gran medida la investigación.

Las principales fuentes revisadas son de segunda mano, partiendo de historiadores que, como Carlos Duarte, se han dedicado a estudiar el período colonial y sus artistas. La fuente más cercana a los hechos, además de la obra misma, es el Acta de la Independencia transcrita, copia del original extraviado que se realizó un mes después de la firma.

Ficha técnica de la obra a analizar
Juan Lovera
El 5 de julio de 1811, 1838
Técnica: óleo sobre tela
Firmado en la esquina inferior derecha de la escena: “J. Lovera”.
Medidas: 0,975 x 1,38 cm.
Colección Concejo Municipal del Distrito Federal, Caracas.


miércoles, 19 de diciembre de 2007

La colección y el fetiche (3)


La colección del Museo Bolivariano (Caracas), entre 1912 y 1913


Al revisar la Gaceta de los Museos Nacionales, publicada en Caracas por el danés Christian Witzke entre 1912 y 1914, se encuentra un amplio inventario de objetos que pertenecían para la época al Museo Bolivariano (entonces llamado Boliviano). Este listado permite acercarse (con la conciencia de la distancia temporal) a lo que fue el Museo en aquel momento.

La colección de objetos del Libertador que posee el actual Museo Bolivariano tiene diversos orígenes y ha recorrido un complicado camino hasta nuestros días. Si bien se formó a finales del siglo XIX, es a principios del XX cuando se organiza, amplía y consolida. Juan Vicente Gómez aprovecha el ideal bolivariano –como muchos gobernantes han hecho– para adornar su propia imagen con los matices del prócer. Rescata los objetos icónicos del Libertador asignando un lugar apropiado para su exhibición; por lo que Gómez llegó a ser llamado por la prensa de la época, fundador y protector del Museo Boliviano.

Muchos de los objetos fueron legados por Antonio Guzmán Blanco, quien los recibió de su padre, Antonio Leocadio Guzmán, que a su vez los recibió directamente de Simón Bolívar o de sus allegados. En otros casos fueron parientes o conocidos del Libertador quienes entregaron las piezas para ser integradas a la sección de Historia Patria del antiguo Museo Nacional (*). Con el paso del tiempo se integraron objetos que pertenecieron a parientes de Bolívar y a otros próceres de la independencia.

Este origen tan diverso no impidió que para 1912 la colección tuviera objetos de gran valor. Muchos de ellos estaban acompañados por cartas originales de hasta dos generaciones de anteriores propietarios que garantizaban la autenticidad de la pieza. Lo que hacía que el Museo no sólo poseyera objetos de valor, sino también documentos que tenían un interesante valor histórico. También se encuentra un cúmulo de otras piezas que no aparenta tener mayor interés para el estudio del Libertador y su época: cierta cantidad de coronas, medallas y otras piezas conmemorativas de fechas patrias, que fueron realizadas entre 1911 y 1914. Sin embargo, estos objetos sin aparente valor para el estudio de la época del Libertador pueden dar indicios sobre la visión que del Libertador se tenía en tiempos de Juan Vicente Gómez.

En el inventario se encuentran numerosos trajes de Bolívar o de familiares cercanos, con descripciones tan precisas como la siguiente:

“56.- Una camisa de día.- Es de batista blanca de lino, con cuello y puños fijos.Está marcada con una ‘B’ bordada con hilo de algodón encarnado.Mide 85 centímetros de largo, 55 centímetros las mangas, el cuello 38 centímetros y los puños 16 centímetros.Es la camisa que le dio el Libertador al señor Don Antonio Leocadio Guzmán el primero de enero de 1827, en Puerto Cabello. Como herencia de su padre pasó a manos del General Antonio Guzmán Blanco y éste la donó al Museo Nacional, como consta por la carta original, que bajo el número 92, figura en este catálogo” (Catálogo, p. 66).

Además hay otras prendas de vestir como medias, ponchos, pantalones, chalecos, pañuelos y chaquetas. Lo interesante es que no sólo son del Libertador, sino que ocasionalmente se encuentran prendas de familiares cercanos a él y de otros próceres, como Juan Bautista Arismendi.

En el inventario también aparecen objetos del hogar: platos, cubiertos soperas, mosquiteros y objetos similares. Llama la atención en el inventario la cama del General Arismendi y de Luisa Cáceres, lo peculiar quizás sea la importancia que se le dio a este objeto en la exposición inaugural de 1911, pues incluso apareció reseñado con relevancia en la prensa de la época (El Universal, 25 de junio de 1911 y El Luchador, 3 de agosto de 1991), en estos artículo se comenta que, en la planta baja del Museo Boliviano se encontraba esta cama junto al catafalco en que fueron colocados los restos de José Antonio Páez. Le dan tanta importancia a un objeto como al otro y pareciera que subrayan entre líneas la importancia del “tálamo nupcial”; lleva a reflexionar: ¿por qué el objeto que representa a esta pareja mítica es una cama matrimonial y no otro? Hay una relación estrecha entre lo considerado sagrado y privado en una pareja y su lecho, tal conexión puede establecerse con este matrimonio que, según la leyenda unió su amor de pareja a la lucha por la independencia. Tal vez Luisa Cáceres y el General Arismendi no podían estar mejor representados en la exposición de 1911.

Hay en el inventario una serie de objetos entregados por Antonio Leocadio Guzmán, que fueron obsequiados por la señora Benigna Palacios (sobrina del Libertador), junto a una carta de la misma señora en donde los autentifica. Estos objetos son un mechón de pelo, un trozo del plomo de la urna donde estuvo el cadáver de Bolívar, unas lozas que lo cubrieron, medallas, banderas y cintas entre otras piezas. Resalta un párrafo escrito por Antonio Leocadio Guzmán: “El cordón es el mismo pedazo qe, yo tenía entre mis manos, tirando el carro funerario, a la entrada de sus venerables cenizas, qe tengo la íntima convicción de haber yo traido a su patria, pr mis constantes y felices esfuerzos” (Catálogo, p. 66). La prosa de Guzmán recuerda el afán de dejar para la posteridad constancia de los grandes hechos realizados por él, lo que ayuda a entender la manera de proceder de los políticos del siglo XIX, así como su retórica, no muy distinta de los del presente.

Se encuentra un objeto que llama la atención por haber sido extraído del cuerpo del Libertador durante su autopsia. Fue reseñado con cierto sensacionalismo en uno de los artículos de prensa mencionados: “...en un lujoso cuadro contemplamos la concreción fosfático calcárea que fue hallada en el pulmón del Libertador por su médico Doctor Reverend, al hacerle la autopsia...” (El Luchador, p. 19). Además, en la Gaceta de los Museos Nacionales (N° 6, 24 de diciembre de 1912), son reproducidos el testamento del Libertador (pp. 172- 174) y el informe de la autopsia que el Doctor Reverend realizó a Simón Bolívar (pp. 182- 184), documentos ambos pertenecientes al Museo.

Hay en la causa de muerte de los héroes un deseo de abordar el tema de múltiples maneras, pues en el fondo la intención es humanizarlo y sentir que el héroe fue tan común y cercano a la muerte como el sujeto que lo admira. Si el héroe sacrifica su vida por otros, hay un extraño consuelo al recordar que este personaje era tan humano como los que observan los vestigios de su muerte y los restos de su vida terrenal (sus zapatos, su mechón de pelo y hasta un elemento extraído de su cuerpo durante la autopsia).

En el inventario también se encuentran joyas compuestas por piedras preciosas y otros artefactos de valor como la espada del Perú, la medalla de Ayacucho, la de Bomboná y el famoso Sol del Perú, joyas todas que en conjunto recuerdan el lado brillante y glorioso del Libertador. Tal vez significaron más para sus admiradores presentes que para el mismo Simón Bolívar, quien durante sus años de gloria vivió sin hogar fijo.

No es difícil extrapolar la imagen mitificada de Bolívar que proyectan estos objetos, con los hombres de finales de siglo XIX y principios del XX que organizaron el inventario comentado. De allí a concluir que la memoria histórica es relativa hay sólo un paso. Los objetos históricos son vehículos de imágenes heroicas formadas en el inconsciente y alimentadas con la visión deformada, casi folklórica de la historia: es la historia sin memoria, la que se apoya en el anecdotario del héroe y no en su esencia fundamental. Y la anécdota alimenta al fetiche, y lo transforma en un monstruo que engulle el valor patrimonial del objeto.

La imagen del Libertador ha sido alucinante para los intelectuales cercanos a los diversos gobiernos venezolanos, desde que José Antonio Páez organizó la apología de este héroe. Se ha venerado, idolatrado y muchas veces, su imagen ha sido usada (y abusada) políticamente. Lo lamentable es que la mayoría de las veces ha sido mal utilizada: no se ha hecho con la conciencia de la temporalidad histórica. Los hombres de principios de siglo que organizaron el Museo Boliviano no fueron la excepción: anecdotizaron a Bolívar por medio de los objetos y, a través de su exhibición, continuaron con el culto fetichista del personaje.

Mucho se ha comentado recientemente que Bolívar es un personaje de su tiempo, que como genio y héroe debe ser valorado en su momento histórico. Esto es algo que no se debe olvidar al momento de visitar los museos de historia que lo representan y es algo sobre lo que deberían reflexionar los actuales directivos de los museos de historia venezolanos: pasar de la anécdota al contenido histórico, del aura del personaje mítico a su humanidad. Tal vez así sería posible alejarse del fetiche para poder ver el objeto, y darle un lugar justo al valor patrimonial del mismo.


(*) El Museo Nacional había sido creado por Antonio Guzmán Blanco en 1874, en principio sólo para exhibir objetos relacionados con la historia natural y la etnografía histórica. Adolf Ernst es designado Director del Museo y sugiere que se recolecten objetos y ofrendas del Libertador, para incluir una sección de Historia Patria


Referencias
“Catálogo”, en Gaceta de los Museos Nacionales, Tomo II, N° 4,5 y 6, Caracas, 24 de diciembre de 1913
“El Museo”, en El Luchador, 3 de agosto de 1911, reproducido en Gaceta de los Museos Nacionales, Tomo I, N° 1, Caracas, 24 de julio de 1912
El Universal, 25 de junio de 1911 , reproducido en Gaceta de los Museos Nacionales, Tomo I, N° 1, Caracas, 24 de julio de 1912

martes, 18 de diciembre de 2007

La colección y el fetiche (2)



El fetiche histórico vs. el objeto con valor histórico

Un objeto es un “...elemento del mundo exterior, fabricado por el hombre y que éste puede coger o manipular” (Moles, p. 32). Pero, ¿qué es un objeto con valor histórico? Se puede realizar una aproximación a este concepto, al señalar objetos producidos en el pasado, que por diversos motivos y de distinta manera (en muchos casos, gracias a la casualidad) sobreviven hasta el presente, y que pueden ser útiles para comprender procesos de históricos. De allí que se les asigne una valoración histórica, y que puedan considerarse documentos del pasado pues, de alguna manera, permiten describirlo y conocerlo, aunque sea de manera fragmentaria.

Cuando un botón de camisa pasa de ser un simple botón a ser un objeto guardado con celo por algún coleccionista, o más aún, a ser exhibido en un museo, no sólo ha ocurrido un obvio cambio de uso, sino que también ocurre un cambio en el valor intrínseco del objeto. La medida de este cambio de valor y la visión del curador (o conceptualizador de la exposición) que lo exhibe es lo que puede transformar al objeto de una interesante referencia histórica o muestra de un fenómeno cultural, en un fetiche colocado en una vitrina para ser admirado por los visitantes.
Es usual que la historia sea narrada por documentos. No sólo por documentos escritos en papel, sino también por los escritos en pergamino, en piedra o en materiales tan diversos como la madera, el lienzo o el metal. Esos materiales llevan a estudiar, además de las palabras dejadas por la mano del hombre, otra serie de señales o rastros que, interpretados por los arqueólogos, antropólogos e historiadores, proporcionan gran cantidad de información. Objetos como puntas de lanza, fragmentos de cerámica, piedras talladas, pinturas o construcciones antiguas, representan testimonios directos del pasado. El acercamiento a estos objetos debe partir de su función inicial, del por qué fue realizado:


“A toda forma de pensamiento o de actividad humanas no se le puede hacer preguntas acerca de su naturaleza u origen antes de haber identificado y analizado los fenómenos, y de haber descubierto en qué medida las relaciones que los unen bastan para explicarlos. Es imposible discutir sobre un objeto, reconstruir la historia que le dio nacimiento, sin saber primeramente lo que él es; dicho de otra manera, sin haber agotado el inventario de sus determinaciones internas...” (Levi Strauss, p. 13)


Por eso, para estudiar un objeto hay que revisar su historia particular. Cuál era su función, para qué fue realizado y, en lo posible, por quién fue realizado y para quién. Es determinante la relación del objeto con el sujeto que le dio un sentido: si hablamos de un botón interesa saber a quién perteneció, en qué país y en qué momento fue utilizado; después se puede revisar la historia del objeto hasta el presente (a quién fue legado, por cuántas manos pasó y en qué estado se encuentra actualmente). El itinerario de estas piezas no siempre va acompañado por documentos o testimonios que garanticen su autenticidad, por lo que a veces hay que recurrir a pinturas, fotografías o alguna imagen de la época que lo sitúe en contexto; también es posible comparar la pieza con otras que sí están documentadas.

Este trabajo de filigrana, en el que se deben atar los cabos con precisión, no es en vano. La descripción del objeto, por insignificante que éste sea, junto con el estudio exhaustivo de su soporte documental y la comparación con otras piezas de la época, puede ayudar a vislumbrar las costumbres de cierto momento histórico y permite vislumbrar una parte de la vida de algún personaje del pasado. También puede ser útil para describir procesos, al reflejar fracciones de los mismos. Una buena colección de piezas aparentemente cotidianas, organizadas en una exhibición adecuada pueden permitir visualizar aspectos culturales o sociales de cierto momento histórico.

Los objetos que ayudan a describir estos procesos pueden ser consumibles o no, y pueden haber sido realizados o no para la inmortalidad. Moles señala la diferencia entre ambos tipos de objetos, partiendo del uso cotidiano y del testimonial:

"...De ahora en adelante nos interesaremos principalmente por los objetos con pretensiones de durabilidad, sobre todo porque en ellos es más evidente la resistencia del objeto frente al sujeto (Gegenstände). El objeto consumible no ofrece al espíritu esa opacidad fenoménica, ese aspecto de estabilidad, de material de construcción del entorno que ofrecen la mesa, el teléfono o el transistor...” (Moles, p. 30)

Así, los objetos cotidianos del pasado tienen mucho que decir. Además tienen algo en su favor: no fueron realizados para dejar una imagen de la realidad manipulada para la posteridad. Son fuentes no testimoniales capaces de dar mucha información imparcial si son investigados adecuadamente.

Muchas de las colecciones de los museos de historia están formadas por objetos de uso cotidiano: muebles, piezas de ropa, correspondencia rutinaria, utensilios personales o del hogar. Hablan de la historia menuda, diaria, de cómo se vestían las personas de la época en cuestión, de qué elementos utilizaban a diario. Estas piezas, en muchos casos conservadas por el azar, ofrecen un vuelo rasante por aspectos del pasado que son difíciles de entender sólo con los documentos escritos, las cartas o, incluso las imágenes bidimensionales (pinturas, dibujos o fotografías) o tridimensionales (esculturas). Es muy diferente estar en presencia del objeto, verlo en su totalidad, cosa que no siempre puede hacerse con una representación visual o con una descripción escrita. Éstas pueden ayudar a inferir sus funciones, o posibilidades de uso, y a comprender su entorno, pero sin el objeto frente al investigador la información estará incompleta y será parcializada.


Hay otro tipo de objeto de interés histórico cuyo origen es muy distinto de los objetos de uso cotidiano. Es la pieza conmemorativa, testimonial, destinada a dejar una buena imagen del pasado: estelas o arcos del triunfo, coronas, medallas, botones de servicio y otras piezas similares. En este caso no son testigos imparciales de los hechos pasados, por el contrario, ensalzan a los hechos y a sus protagonistas y denigran a los derrotados. Aunque no sean objetivos, por lo general tienen un gran valor: mencionan fechas, sucesos y nombres; además la magnificencia del objeto y sus entretelones documentales (cartas, artículos de prensa, etc.) pueden hablar de lo apreciado (o no) que era el homenajeado en su momento.

Estos objetos con valor histórico, testimoniales o no, son revisados por los investigadores fuera del contexto original y, en algunos casos no se tiene mucho conocimiento de dicho contexto. Así, hay que reconocer que la sala de un museo de historia, con sus vitrinas, pedestales y pasillos no es el entorno natural de estas piezas. Es un entorno nuevo, que le quita a las piezas parte del valor intrínseco original y les añade otro: una silla no es más para sentarse, sino para observarla porque perteneció o se sentó en ella determinado personaje; un botón no entrará más nunca en un ojal, pues ya no servirá para vestirse; o una medalla conmemorativa no estará en el pecho de ningún general, sino en la vitrina de una sala de exhibición: pasará de ser un aspecto a admirar en el general, a ser admirada por ella misma.

Es allí donde los objetos con valor histórico ubicados en un museo pueden transformarse en fetiches. Entonces, las botas del Libertador dejan de ser una interesante muestra del calzado del período de la independencia, capaces no sólo de mostrar el material y el diseño con que se manufacturaba el calzado en la época, sino también de evidenciar el tamaño del pie de Simón Bolívar o lo gastado del calzado; incluso el diseño de un objeto de uso tan personal como éste, puede mostrar rasgos sutiles sobre la personalidad del que fue su dueño. Y no suele ser así, pues todos esos detalles se dejan de lado para que el visitante del museo se quede embelesado con el aura (como diría Walter Benjamin) del zapato: es el zapato de Bolívar y esa es razón suficiente para admirarlo. ¿Qué importa revisar el calzado que representaron en las pinturas sobre la época maestros posteriores o contemporáneos a Bolívar? ¿Qué interés puede tener comparar las visiones que en diferentes períodos de la historia se ha tenido sobre la vestimenta de campaña de nuestros próceres? Si se está ante los zapatos del Libertador, no hay nada más que expresar sino asombro. Así se transforma un objeto cotidiano, con una inmensa riqueza intrínseca, en un objeto de culto, disminuido ante la anécdota.


LÉVI STRAUSS, Claude. 1976. Elogio de la antropología, Ediciones Caldén, Buenos Aires, 107 pp.
MOLES, Abraham. 1975. Teoría de los objetos, colección Comunicación Visual, Editorial Gustavo Gili, Barcelona; 191 pp.

lunes, 17 de diciembre de 2007

La colección y el fetiche (I)

No escapa al visitante de un museo que los objetos allí guardados son venerados de alguna manera. El celo con que son cuidados y exhibidos recuerda ciertos impulsos primitivos de atesorar o poseer objetos valiosos. El valor de estos objetos en muchos casos trasciende la lógica común y pasan de ser admirados, a ser venerados. Esto ocurre de manera particular en los museos de historia, donde las piezas se transforman en fragmentos de personajes idealizados por el colectivo: son, en cierto modo, fetichizados.

El coleccionar forma parte de una conducta social innata: es el impulso primitivo de acopiar objetos, reunidos bajo alguna característica común, lo que les da la categoría de serie. Hay colecciones de muñecas o estampillas, otras están organizadas por criterios más estrictos aún: por ejemplo, tazas de café que tengan reproducciones de vacas blancas y negras. ¿Qué es lo que decide que una persona coleccione tal o cual cosa? Es algo difícil de deducir, pues lo que nos motiva a iniciar una colección muchas veces se aloja en el inconsciente. Algunos coleccionan joyas, otros cajas, perfumes, osos de peluche o carros antiguos. Tal vez es difícil discernir la razón de la elección del tipo de objeto, pero no es imposible llegar al por qué último: es el deseo de poseer algo que los demás no tienen y, mientras más completa esté nuestra colección, más incompleta estará la de los demás. Por tanto, criterios similares rigen de igual manera a un gran coleccionista de arte y a un niño que completa un álbum de barajitas: poseer la totalidad de una serie de objetos que, por alguna razón, los fascina.

Para Abraham Moles “...el papel fundamental del objeto es resolver o modificar una situación mediante un acto en que se le utilice (raíz de las palabras utensilio y útil). Este aparece –y es ya un primer sentido– como mediador entre el hombre y el mundo”. (Moles, p. 15). Así la función inicial de cualquier objeto (bien sea una silla victoriana, un pájaro disecado o una pintura de un artista abstracto) es la de ser utilizada como conexión del hombre con su entorno. La silla, aunque respondiendo a los cánones estéticos de su tiempo, fue realizada para que sus propietarios se sentaran, el pájaro al haber sido disecado perdió su autonomía como ser vivo y se transformó en un objeto de estudio de la vida natural, y la pintura sirvió para que el autor se expresara (y, por tanto, se relacionara con su entorno) y para que la persona que la viera encontrara en ella placer o displacer estético. Todos los objetos tienen, antes que nada, una función que les es intrínseca.

Este sentido universal se trastoca cuando a la pintura del artista abstracto se le une otra del mismo artista, o de otro pintor relacionado con él, por tendencia o cualquier otra afinidad plástica; la obra de arte siempre se remitirá a su fin inicial, pero al formar parte de un conjunto, su valor intrínseco cambia. Igual ocurre con la silla si, cien años después se reúne el juego de comedor entero su valor cambia y además, por razones de conservación la silla no deberá usarse más para sentarse. Si a ese pájaro disecado se le unen otros ejemplares de la vida silvestre recolectados en la misma zona geográfica, la lectura será otra. Pasamos de un uso individual que genera algún tipo de placer, al disfrute de un conjunto que produce otro tipo de emociones y de conocimiento.

“Nada convincente, averiguable, permite decir que un cúmulo, un depósito de cosas, llamado tesoro, sea un agregado homogéneo de cosas. Lo propio de un tesoro es sobre todo su amplitud. Es ella quien le proporciona su brillo, su meraviglia, el halo que parece unificar los objetos amontonados y oscurecer su origen real. Que conozcamos la historia de aquellas cosas, su pedigrí, al artesano que las ha producido, no cambia nada. La cosa exhibida como elemento del tesoro escapa a su origen, sea cual sea. El tesoro es un despliegue de cosas fetichizadas, llenando una habitación, un lugar, una cripta donde se opera la alquimia de la fetichización.” (Guidieri, p. 35)






El museo moderno se origina en el gabinete de curiosidades, los tesoros reales y los eclesiásticos. Muchas de estas colecciones primarias solían nutrirse de los botines de guerra, las dádivas, el mecenazgo y de los inicios del mercado del arte. Esos depósitos magníficos formados desde la edad media por la iglesia, y desde el renacimiento por los reyes y las familias de alcurnia, proliferaron en Europa y dieron los rasgos iniciales del museo actual: atesoraron colecciones de magnitudes difíciles de entender. Agruparon las obras de los más grandes artistas y las sacralizaron.

Es difícil contemplar realmente a La Gioconda, de Leonardo: cientos de personas la miran, pero ¿acaso alguien la observa realmente, detalla las sutilezas del esfumato, la lucidez del paisaje al fondo, el juego delicado de las luces en su rostro? No, la mayoría de las personas trata de descubrir qué es lo que tiene de enigmático su sonrisa, si sus ojos realmente persiguen al visitante o si de verdad es un autorretrato femenino de Leonardo; o peor aún, si guarda alguna de las claves de cierto best-seller. Se quedan en las anécdotas, en la superficie que envuelve al mito, en los millones de dólares en que ha sido valorada, en los cientos de años de antigüedad y en lo grandioso del nombre de su autor... Se pierden lo mejor, porque obras como esas, verdaderas vedettes de los grandes museos, han sido transformadas en fetiches (en objetos venerados) y su uso ha sido trastocado: de ser una pintura realizada para el goce estético, ha pasado a ser objeto de un extraño culto, que a veces trasciende las salas del museo, pues es posible encontrar a la señora de la enigmática sonrisa en franelas, tazas, paraguas y afiches. Leonardo jamás se hubiera podido imaginar el éxito mediático de su obra. Ni qué decir del aura de la obra original que menciona André Malraux. Pero ese tema merece ser revisado posteriormente, por separado, y aquí basta centrarse en la fetichización de algunas obras maestras.

El fetichismo en las llamadas culturas primitivas se relaciona con la veneración de objetos afines a las creencias religiosas de la cultura en cuestión. Sin embargo, si la atención se centra en el mundo occidental, en el que imperan los medios de comunicación masiva, es posible concluir que con tal despliegue informativo ciertas imágenes se fetichizan aunque no tengan contenido religioso. Es, si se quiere, una forma de “idolatría agnóstica”. Una contradicción per se. Esta idolatría se encuentra en diversos niveles, incluso hay quienes le asignan distintos status sociales. Lo relacionan con la formación cultural y la educación. Piensan que los artistas pop son para la masa y los clásicos para la élite, regla que no siempre es cierta y tiene muchas excepciones. Y se vuelve así al problema de la colección, ya que su relación con el status tiene una larga data, pues tradicionalmente han sido coleccionistas los reyes, el alto clero y las familias más poderosas. Sin embargo, muchas de estas colecciones después de la Revolución Francesa se hicieron públicas y, en teoría, están al alcance de personas de cualquier clase social. Mención aparte merecerán después los coleccionistas privados que surgieron a finales del XIX y principios del XX. Los museos descubrieron, a mediados del siglo XX, que su principal misión era complementar la educación formal y que en función de ello debían poner sus colecciones.

Actualmente, el museo moderno lucha con el fetiche que él mismo creó. No logra desacralizar los objetos que contiene, en muchos casos por las mismas normas que las instituciones establecen en función de la conservación de sus tesoros. Hay que recordar que siguen siendo considerados tesoros pues representan un fragmento representativo del pasado o del presente; estos fragmentos son estudiados, revisados y documentados por el personal del museo: tal vez otra manera de idolatrar, esta vez, intelectual y científicamente.




Las colecciones, por tanto, representan piezas perdidas del pasado, o fragmentos aleatorios del presente. Rara vez muestran un fenómeno con todas las aristas, pues en ese caso se estaría en presencia de la colección perfecta: un cúmulo de objetos imposible al que no faltaría ni sobraría nada. La regla es que no sea así, afortunadamente, pues lo que hace a una colección viva es el continuo cuestionar y reflexionar sobre lo que se requiere para mejorarla. Su propia imperfección le otorga sentido. Y nunca está completa, pues siempre habrá alguien que señale un integrante inadecuado dentro del cuerpo de la colección, o que avise sobre faltas inadmisibles dentro de la misma.

Lo realmente interesante es apreciar las colecciones como organismos vivos, que crecen con defectos y virtudes, que muestran un fragmento del pasado o del presente, para que sea posible hilvanar el resto. De allí, que hayan diversas interpretaciones de un mismo fenómeno manifiesto en el tesoro mismo, y que sea posible enriquecer un mismo hecho con diversos puntos de vista en diversos momentos históricos. Por esta razón siempre es posible revisar los objetos fetichizados por el público y por otros investigadores. Se puede cuestionar tal idolatría o, incluso, se pueden estudiar estos mitos como fenómenos que responden a un momento determinado.



GUIDERI, Remo. 1992. El museo y sus fetiches, colección Metrópolis, Editorial Tecnos, Madrid; 110 pp.
MOLES, Abraham. 1975. Teoría de los objetos, colección Comunicación Visual, Editorial Gustavo Gili, Barcelona; 191 pp.